El blanco principal

Ellos

cambiarán el oro negro

por  el oro rojo

para cubrir con poder

su miseria.

Es tan solo un intento.

El subdesarrollo vigila

mientras alguien insiste

“ten fe y reza”

La pobreza

con el miedo

estallarán al lado de la guerra

y sobrevivirán

como mutantes bacterias.

La muerte escurre,

en nombre de las franjas

y las estrellas.

El blanco principal es el mundo.

¡Qué extraño!

Nadie se queja entre el silencio de las radiaciones.

¡Es que no ves

que ya nada queda!

Conjugaciones

El verbo desaparecer

no sólo se conjuga en tercera persona

como los medios nos han hecho creer

pues no sólo ella y él desaparecen

no sólo ellos desaparecen.

Desaparecer puede conjugarse

en primera persona

singular y plural

pasado, presente y futuro

yo desaparezco

nosotros desaparecemos

     -cimos

     -ceremos

y con suerte

con mucha suerte

el mago nos devuelva al escenario

vivos

completos

si no es así

significa que cuando hayamos desaparecido

tal vez hayamos muerto.

Significa también

que en este país

es más fácil conjugar los verbos

que encontrarnos.

El capítulo que nunca escribí

«Somos responsables de nuestras acciones, pero también de nuestras omisiones»

Hoy estoy más tranquila que nunca. Han sido largos, muy largos estos meses de angustia, tanto que el agotamiento emocional era inevitable. En un centro de acogida nos habían dicho que escribir o hablar con alguien de nuestra historia nos aliviaría el alma. Ustedes comprenderán que por una u otra razón no haya podido hacerlo hasta ahora. Hace tres años cuando se acrecentaron los bombardeos entendí que no podíamos permanecer en nuestro país. Ya no teníamos nada más que pudiéramos perder. Hablo de mi, de mi esposo y mis hijos. El trabajo escaseaba, la comida escaseaba y en cualquier momento se llevarían a nuestros hombres para reclutarlos en combate. Y me preguntaba constantemente ¿de qué manera llegamos a ser culpables de esta guerra, si es que lo somos?

            De todas las renuncias involuntarias, dejar a mis padres fue la decisión más dura de mi vida. No sé si me perdonaré algún día por abandonarlos. Decían, en un intento por consolarme, que ya eran muy mayores para estas peripecias y si tenían que morir, debía ser en la tierra que les dio la vida. Fueron ellos quienes financiaron nuestra huida y un tío de mi esposo también. Habíamos previsto que con ese dinero podríamos llegar hasta Europa esquivando los cercos de seguridad. Luego tendríamos que buscarnos la vida para llegar con nuestros familiares que nos esperaban en Bélgica y si todo salía bien, después de un tiempo viajaríamos a casa de mi hermano a Canadá. Dicho así suena tan fácil, como subir a un avión con destino a cualquier parte, de no ser porque abandonar el país en plena guerra estaba penado, los visados se expedían a cuentagotas. 

            Malik, un amigo de la familia diseñó la ruta y nos explicó con detalle qué debíamos llevar para el viaje, cuáles eran los puntos fronterizos a evitar,  quiénes serían nuestros contactos en cada escala, qué debíamos decir si nos topábamos con alguna autoridad y en caso de necesitar ayuda a quién podíamos acudir. Todo estaba previsto en el plan. Su hijo había viajado siguiendo sus indicaciones hacía más de medio año, y ahora tenía trabajo y una mujer con la que se casaría muy pronto, según nos contó. Si seguíamos el plan metódicamente, tendríamos un futuro garantizado en Europa, nos decía, pero teníamos que memorizarlo al pie de la letra. El día que nos marchamos supe que no vería más a mis padres, pero no había vuelta atrás. La única forma de regresar era si la guerra terminaba, se restauraba la “democracia”, se reconstruía el país, se generaba empleo y si se eximía a todos los que nos negamos a colaborar en la guerra, de los cargos por deserción. Era una posibilidad en el mundo feliz de las ideas, casi imposible en este mundo real e incierto.

            Crecí convencida de que la solidaridad era un principio universal pues la religión nos enseña a vernos en el otro y a estar atentos a la necesidad de nuestros semejantes. Pero no estaba segura de que la gente del “mundo desarrollado” procurara ese principio de la misma manera. Sin embargo, aún sigo creyendo que hay gente buena en todas partes. De cualquier forma tendríamos que aprender a decidir cuándo confiar y cuándo desconfiar, porque el largo trayecto que iniciábamos prometía ser muy hostil y ante todo, teníamos que proteger a nuestros hijos.

            Todo ser humano abomina la guerra. Pero para los gobiernos del mundo desarrollado, huir de un país devastado por las bombas que ellos fabrican, masacrado por la artillería pesada y las armas que también llevan su sello, no es un argumento suficiente para dar asilo político a tanta gente, a pesar de que abogan delante de las instancias internacionales por la defensa de los derechos de los refugiados enarbolando la bandera de la paz. A eso yo no lo llamaría hipocresía, llanamente es un homicidio encubierto. Y ¿qué esperan entonces? ¿que invitemos a cenar a la muerte a nuestras casas?

            La vida es una lucha constante, eso es cierto. Este éxodo era otra modalidad de la guerra, una guerra de baja intensidad donde nos enfrentábamos contra las inclemencias del tiempo, el agreste terreno del desierto o la montaña, el mar embravecido, rutas improvisadas, pero el principal enemigo seguía siendo el factor humano. Es un secreto a voces que las mafias que trafican con gente están al asecho de la desgracia humana. Ésta no era la excepción por supuesto. Casi siempre la gente que va huyendo en busca de una vida mejor en el exilio, enfrenta la extorsión, el acoso, violaciones sexuales, robos, abusos, explotación en empleos precarios, la suspicacia de la gente local y en los extremos de ésta, la xenofobia. Lejos de las categorías políticas que ponen en la balanza a los refugiados o a los inmigrantes, una huida masiva precedida por la guerra sólo puede ser reconocida como una emergencia humanitaria. 

            Desde un inicio, en nuestra caravana se impuso la ley del más fuerte. Muchos de nuestros acompañantes no sobrevivieron a la travesía por el desierto. A duras penas nosotros y los niños resistimos. Pensamos que si supérabamos eso habríamos pasado lo peor. Las familias empezaban a desmembrarse, los rostros desencajados de las madres que iban perdiendo a sus hijos eran la viva expresión de la muerte. Ya no habría para ellas consuelo suficiente, ni siquiera cuando llegaran a su destino e intentaran rehacer sus vidas. Aún así me sorprendía la capacidad de las personas para reponerse al sufrimiento con total entereza.

            Casi dos meses después de nuestra partida arribamos al puerto desde donde cruzaríamos por mar hasta el viejo continente. Estuvimos hacinados en una especie de almacén, hasta nuevo aviso. Fue allí donde comenzó nuestra tragedia. Una bacteria atacó a varios de nuestra caravana, entre ellos mi esposo y la pequeña. Todos estábamos muy débiles y bajos de defensas,  particularmente mi esposo, pues renunció varias veces a su ración de alimento para repartirla a los niños. Los traficantes de personas a quienes habíamos pagado por adelantado para cruzar, alejaron a todos los enfermos para que no contagiaran al resto. Los abandonaron a su suerte, pues el pago no incluía seguro médico, dijeron. Yo los miraba con odio, pero me sentía impotente, en ese momento no supe qué hacer más que ofrecerme a cuidar de los enfermos para estar con mi familia. Algunos de los médicos que viajaban con nosotros hicieron lo posible por aminorar el malestar, pero aseguraron que no sobrevivirían si no se suministraban los medicamentos adecuados. Hubo alguno que pudo pagar a tiempo para ser atendido en un hospital, pero la mayoría fueron muriendo, uno tras otro. No era el momento de rendirse, aunque ese golpe me mutiló el alma. Y mis otros dos hijos me necesitaban fuerte y sana. ¿Sabes lo que es tener unas ganas inmensas de llorar y no conseguirlo?

            El día que nos hicimos a la mar era un día espléndido, despejado y soleado, tal vez un buen augurio, pensé. Llegué a emocionarme por un momento, aunque mi corazón estaba como encogido. Mis niños también tenían miedo, estaban cansados, y sufrían por su padre y su pequeña hermana, pero también por verme tan cabizbaja y callada, es sólo que una madre no debería enterrar a sus hijos nunca. Aguardamos a que cayera la noche para zarpar. La barca estaba a reventar. Era de todos sabido que las pateras viajan con sobre cupo, pues una barca llena representa ganancias extraordinarias para los traficantes. Nos pusimos los salvavidas y rogamos por que todo aconteciera con éxito. Así fue. Estábamos por fin en Europa. Me hicieron hablar con un montón de gente que para la revisión médica, que el psicólogo, que los niños, que la petición de asilo, que si teníamos familiares allí, hasta que por fin nos condujeron al campo de refugiados. Me sentía desfallecer. No podía pensar en nada, más que en mi esposo, mi hija, y todas las personas a quienes no les fue posible ver esto. Lloré.

            En el campo de refugiados la vida era miserable y dura. Digamos que nuestras necesidades básicas -agua, comida y techo- estaban cubiertas, pero no podíamos salir, quién sabe por cuánto tiempo. Nos hicieron saber que había muchas familias dispuestas a adoptar niños refugiados, pues es verdad que los campamentos albergan a muchos niños solos que perdieron a su familia en el camino. Por un instante dudé. ¿No sería más cruel condenar a mis hijos a una vida miserable en la antesala de la muerte como ocurrió con mi esposo y la pequeña? Tenía que huir pero no podía arriesgarme, tal vez no llegaría muy lejos. De pronto pensé en ellos como una carga y me decidí que lo mejor era dejarlos. En cuanto pudiera volvería por ellos, sólo esperaba que me perdonasen. ¡Que me perdone mi esposo, que me perdone dios si es que existe! ¡Qué decisión tan monstruosa, lo siento tanto!

            Cruzar la frontera mientras huía me costó la vida. Nadie puede decir que no lo intenté. Resistí hasta el último momento, pero la indiferencia del resto me dejó sola. Mujer, inmigrante en busca de asilo, sola, sin documentación, sin estatus legal, huyendo como delincuente de la policía. Por nada, ¡pim, pam, pum! Nos echaron en una fosa y asunto resuelto. Me habría gustado evitar a toda costa morir lejos de casa y morir así, huyendo. Por lo menos puedo decir que he visto el final de la guerra y me reuniré por fin con mi pequeña y mi esposo. Sé que mis hijos lo entenderán y saldrán adelante. Lo único que agradezco de este injusto final es esta inmensa paz que ahora me acompaña. Ya escribirán el último capítulo los que vienen detrás, que son muchos y con historias cargadas de dolor e intensidad como esta. Porque aunque cierren fronteras, endurezcan las políticas o las leyes sean más rígidas, este flujo no cesará, literalmente, es un cuento de nunca acabar.

El arte de mirar por la ventana

Miro por la ventana con mi pequeño en brazos y observo el trajinar de madres y padres con sus criaturas en el primer día de “semilibertad” —como titulaba algún medio de razonable fiabilidad— y se me constriñe el alma, valga la expresión, con una especie de rabia, desazón y tristeza.

Este día que la vida llenó de nueva cuenta las calles, no tardaron en saltar las voces antiniños para cuestionar la desbandada de “seres contagiosos” a las calles sin acatar las férreas normas de la distancia social, como si fuesen presos en libertad condicional.

Me parece sumamente irresponsable y condenable que se haya interiorizado la idea de que la infancia es un peligro en esta epidemia porque pone en riesgo al resto, comenzando por las personas mayores, reforzando la convicción de que los niños son vectores del virus y no enferman, mientras que los abuelos deben alejarse de ellos para salvarse el pellejo. ¿En qué se basan para semejante calumnia? Si nos fiamos de las cifras oficiales, el porcentaje más alto de muertes ha ocurrido en las residencias privadas de mayores, y eso se debe a una mala gestión y negligencia por parte de los responsables de cada centro.

La realidad es que cualquiera puede ser vector de contagio, independientemente de la edad. Nadie ha ofrecido cifras sobre la cantidad de personas asintomáticas que puede haber, pero, si como lo dijo en su momento la primera ministra alemana, Ángela Merkel, el 90 por ciento de la población se contagiaría, las estadísticas oscilarían por ese umbral.

Tampoco hay certeza sobre todos los síntomas con los que se manifiesta el virus, ni hay certeza acerca de su origen o sobre su potencial mutante. Si el virus está en todas partes, como se ha difundido de manera alarmista, cualquier precaución sería nimia, pues incluso salir al balcón nos expondría al contagio.

Lo he escrito ya, y no me cansaré de insistir en lo absurdo de tantos bulos, producto de la sinrazón y el miedo de unos pocos, que unos muchos van reproduciendo sin cuestionarlos mínimamente.

La gente mayor es la primera en salir, con cualquier pretexto, incluso para ir por una barra de pan tres veces al día. Y es comprensible. Estoy segura que los niños también lo harían, si no fuera porque mamá y papá, el profesorado, internet y la televisión les han dicho que deben quedarse en casa. He leído que la primera ministra noruega ha dirigido un mensaje especial para la infancia para explicar, de una manera cercana y amorosa, las circunstancias de la pandemia. En España, ninguna de las figurillas políticas ha sido capaz, ni por asomo, de abordar los mensajes de una manera menos belicista o violenta.

Muchas cosas que se gestionaron mal desde el inicio continúan haciéndose mal, cuando podrían haberse corregido. El decreto del estado de alarma estuvo abrazado por una jornada del 8 de marzo, sin precedentes, sin embargo, de su estela no ha quedado nada para guiar las mentes de la gente que coordina las políticas bajo el confinamiento.

La insoportable brevedad del ser mujer*

Por: Mayté Guzmán Mariscal

No se nombra lo que no se conoce. La maldad con la que se aniquila la vida de menores y mujeres, en particular, no tiene nombre. Algo debe estar podrido en quien no tiene escrúpulos para infligir semejante daño a una criatura inocente. No es humano quien detona un arma a sangre fría, quien viola, quien tortura, quien mutila, quien apuñala sin que le tiemble la mano. Y ni hablar de las cifras, que desafortunadamente resultan ser un indicador que la realidad siempre supera: mayor número de desapariciones, feminicidios, infanticidios, secuestros, asesinatos. Sé que tengo que escribir algo, no sé exactamente qué ni con qué fin. Quien lea estas líneas solo podrá sentir la rabia, la impotencia y la tremenda conmoción que intento expresar.

Los titulares se han llenado con las opiniones de los expertos en culpar, revictimizar, criticar, desinformar. Sobra decir que los medios de comunicación tienen todo que ver en este declive social. Lo cierto es que todo falló en el cruel asesinato de la pequeña Fátima, y en el de Ingrid, y en el de la bebé Karen, y… Pero es que hace años que todo falla.

Es imposible que esta cadena de feminicidios se cometa a manos de dos personas solamente. Yo no me lo creo, y esa justicia a medias no debería calmar nuestras conciencias. Detrás de estos incesantes crímenes hay una inmensa cantidad de cómplices, muchos de ellos de cuello blanco, a quienes el peso de la ley jamás ha incomodado. Y qué hay que hacer, cómo debemos actuar, a quién podemos recurrir, cuánto más tendremos que soportar.

Reconozco, ahora que soy madre, que el día en que me anunciaron el sexo de mi bebé inconscientemente sentí alivio de que no fuese niña. Tengo claro que nacer y ser mujer no es un castigo. Y sé que si hubiese parido una niña la amaría igual, aunque no hubiese podido evitar esa terrible sensación de temor por haber traído al mundo un ser más vulnerable que la otra mitad restante. Porque si somos vulnerables como mujeres evidentemente es una cuestión más allá de nuestro deseo. Es porque el capitalismo y patriarcado se ha cebado con nosotras, por el simple hecho de ser dadoras de vida. Es su venganza, es la sinrazón. Al menos eso parece.

Nadie puede llegar a entender el dolor que sienten las madres a quienes les han arrebatado a sus hijas, ni el daño irreparable que una pérdida en esas circunstancias ocasiona. Por ellas y por todas nosotras, debemos frenar esta violencia. Debemos recuperar el espacio público, un espacio que también es nuestro, llenar las calles, cuidarnos entre nosotras, y nunca más vivir con miedo.

En estos días leí un post con una idea muy cierta: las mujeres vivimos pretendiendo que no se nos noten las arrugas, las estrías, las lonjas, etcétera. La lógica del “que no se nos note” llegó al tal grado, que tampoco se notaba cuando nos agredían, nos violaban, nos desaparecían o nos mataban. Pero una situación así es insostenible en el tiempo. Teníamos que decir «¡basta!». Y lo hicimos, sin embargo, no ha sido suficiente.

Sí, México es un país feminicida, asquerosamente machista y misógino. Que todo el mundo lo sepa. ¿Y después qué?

Como sugerí en un artículo anterior, nunca deberíamos responder que nos provoca miedo nuestra condición de género, mucho menos avergonzarnos ni despreciarnos por ser mujeres. La voz y la palabra son armas de construcción masiva. Alcemos entonces nuestras voces, nuestros gritos cargados de futuro. Digamos «¡BASTA!».

*A la memoria de todas y cada una de las niñas, adolescentes y mujeres que han sido asesinadas en México.