Camino de la frontera

orilla lejana

Fotografía por Fredmosc, en Pixabay (CC0).

En cuanto anocheció emprendió el camino. Tenía que cruzar antes del amanecer. Notaba la cabeza algo despejada, pero la malaria lo martirizaba como nunca, el cuerpo le dolía, los huesos le dolían. Una luna pequeña, en creciente, se acercaba al horizonte con su claridad amortiguada. En lo alto de la cúpula del cielo, una miríada de estrellas lo contemplaba.

Intentó caminar con paso regular, sin apretar la marcha, calculando que le aguantaran las fuerzas, pero al ratito ya sentía un cansancio inmenso y la vida se le iba con cada paso. Voy a dar uno más y ya veré, decía el hombre, y lo daba, y ahora otro, decía, y luego otro, y así contó trescientos, mil, dos mil pasos, más o menos un quilómetro. Jadeaba, se mareaba y no podía, pero voy a caminar otro quilómetro, decía, y volvía a empezar la cuenta. Había dejado el camino y avanzaba por veredas entre los cerros, por trochas de animales, alejadas de los caminos y carreteras.

La luna hacía tiempo que se había escondido, sólo oscuridad en la tierra y estrellas en el cielo. El hombre tropezó varias veces, con sus respectivos revolcones y golpes en las piedras. En los repechos más duros, se arrodillaba y gateaba y se daba ánimos a sí mismo, ánimo, hombre, que ya queda menos. ¿Menos para qué? Menos para todo. A veces se detenía para escudriñar las sombras, para escuchar la noche, por los si la policía, por si alguna patrulla. Aquellos altos lo aliviaban, le daban tregua, pero después le costaba más reemprender la marcha, que parecía que las articulaciones se le hubieran soldado, y la voluntad huido. Y otro paso, y otro y van quinientos, quinientos uno, dos, tres, y otro quilómetro, y este ya es el último y me dejo caer, pensaba, ya, ya, y que sea lo que Dios quiera, que me hallen los policías, que coman los buitres, de todas formas nada le importaba sin ella, la vida, la salvación, el mañana, se la llevó el otro, el de antes, el de siempre, será verdad que la quiere, piensa, todo lo piensa, porque la palabra es un lujo que no se puede permitir, y otra vez la fiebre lo asalta, lo fatiga, la tiritera, los escalofríos, otro paso, otro cerro, otra bajada, y las estrellas lo miraban, blancas como cartas, como notas blancas, infinidad de estrellas, las mismas que estarán viendo otros pobres diablos como yo, piensa, no puedo, no puedo más, grita dentro de su cabeza, le estallan los pulmones, el corazón, el cuerpo todo, cada fibra muscular se rompe, rota como una cuerda vieja de un violín, pero sigue y sigue hasta que siente el río, el río que es la frontera.

Una claridad muy tenue apunta por oriente y a su luz ilumina la otra orilla, lejana como el infierno.

Diario de una cooperante

Campamento de refugiados de…

«Entre tanta tarea como tengo, me ha salido una nueva ocupación que me llena más que otras: colaborar con un grupo de mujeres para documentar casos de niños perdidos durante la huida de su país. El asunto surgió espontáneamente, como surge casi todo por aquí, y como es un tema que, desde que supe de él, me ha interesado y me ha tocado el corazón, no me ha costado echar una mano.

manos hombre y niño

Foto obtenida de Pixabay, con licencia Creative Commons CCO

»Y en eso llevo trabajando desde hace unas semanas, aunque sea a ratos perdidos. Ya hemos documentado al menos once casos de desapariciones de niños, aunque algunos de ellos en realidad no fueran niños perdidos, sino “regalados”; es decir, que durante las largas huidas de la zona de conflicto la situación llegaba a ser tan dramática que hubo madres que dejaron a sus hijos en las casas que encontraron por el camino, con cualquier persona, porque de seguir con ellos seguramente morirían. De hecho, según me cuenta la gente, no es raro entre los campesinos la costumbre de “regalar” niños. Por ejemplo, si una mujer tiene muchos hijos y por el motivo que sea no puede cuidarlos a todos, “regala” uno a quien pueda hacerlo mejor que ella: a su hermana, su tía o incluso a su propia madre, y a partir de ese momento el hijo es adoptado por esta madre de acogida, la llama mamá y actúa en todo momento como si de verdad lo fuera.

»Pero como digo, eso son sólo unos pocos casos. En los demás, los niños se perdieron de verdad. De todos los que hemos documentado, hay uno que me ha llamado la atención, no porque fuese más terrible que los demás, sino porque la mujer hablaba de la pérdida de su chiquitín con un desconsuelo tal, mostraba una tristeza tan desoladora, que también a mí me dieron ganas de llorar. Dijo que se le perdió cuando cruzaban la frontera, hasta donde una tropa los había estado siguiendo y hostigando. Fue de repente: se le zafó un momento mientras corrían y ya no lo vio más. Y aunque examinó uno a uno los muertos por el ataque, y lo estuvo buscando durante más de una semana, arriesgándose incluso a separarse del grupo, no logró dar con él. Dijo también que un periodista que cubría la llegada de los refugiados le sacó una foto al niño antes de que se perdiese, que tal vez él tenga alguna información… pero no sabe como contactarlo. En todo caso, le gustaría conseguir la foto para tener siquiera un recuerdo de él».

 23 de abril de cualquier año

El estado natural de las cosas

Bayús fue la más pequeña de ocho hermanos y conserva escasos recuerdos de los años vividos en casa de su padre, allá en la frontera norte de la pequeña república africana, y aún estos seguramente más infundidos que reales. De hecho, apenas tiene evocaciones de los primeros días de la revolución ni de su propio padre, que desapareció y seguramente murió, aunque nunca nadie encontrara el cuerpo.

eritrea-pixabay. CC0 Creative Commons

«Tiendas de campaña en Eritrea», tomada de Pixabay (CC0 Dominio Público).

Tampoco recuerda cómo cruzaron el río hacia la república vecina, su madre sola con los hijos, en medio de masas que huían, tal que ellos, de la barbarie de los operativos militares; ni cómo, en el término de unas pocas semanas, confinaron a los supervivientes en una llanura pelada, árida y sofocante custodiada por el ejército del país de acogida, que patrullaba los alrededores con la sana intención de evitarle todo contagio a la población colindante.

Así pues, se establecieron en un campamento de refugiados donde se alineaban tiendas y más tiendas de lona llenas de una humanidad doliente y desgarrada. Bayús vivía en estado semisalvaje, una más entre la horda de inevitables criaturas que lo abarrotaban, aunque andando el tiempo tuvo la oportunidad de adquirir algunos conocimientos elementales en el programa de educación que puso en marcha la cooperación internacional y cuyo objetivo era, nada menos, que el de escolarizar a la numerosa población infantil y alfabetizar a los adultos.

Las clases se impartían en escuelas esqueléticas y desnutridas, dotadas apenas con una pizarra apoyada en el tronco de un árbol y un círculo de piedras que se movía al ritmo de la sombra del propio árbol; había tal penuria de materiales que la tiza era más preciada que el café y las libretas debían borrarse una y otra vez para reutilizar sus páginas; y no era menor la precariedad del elemento humano, porque los maestros, o mejor dicho maestras, ya que mujeres eran la abrumadora mayoría, apenas habían estudiado algún curso de enseñanza elemental y sabían leer atragantándose, y escribir con torpeza, imagínense lo que sería para ellas el tener que transmitirlo.

En aquel entorno creció Bayús, para quien el campamento se convirtió en su idea de lo que la vida es, y quizá nunca haya podido borrar de su mente el pensamiento de que el hogar es una tienda de lona, una clínica un galerón de madera y lámina, que el hacinamiento es consustancial al ser humano, la guerra es el estado natural de las cosas y la muerte un accidente corriente en el cada día.

Al principio del principio

niña refugiada en Mesa Grande

«Niña refugiada», fotografía por Julio Alejandre.

Al principio del principio, antes de que toda esta historia empezase, antes de la guerra, antes de las balas, antes de todo, cuando yo era una chigüina churretosa que levantaba apenas lo que un carnero, vivíamos en un ranchito de bahareque y zacate por el lado de San Felipe. De aquel ranchito recuerdo la tierra del piso del único cuarto que tenía, y yo tumbada en ella dibujando con el dedo el camino que recorre una hormiga, una hormiga roja que avanza para la derecha, gira hacia la izquierda, otra vez a la derecha, se detiene y tantea una basurita botada con sus antenas nerviosas, tiqui, tiqui, da la vuelta, la inspecciona por el otro lado, tiqui, tiqui, y sigue su camino. Parece que va perdida la hormiga, pero bien sabe dónde está y cómo volver al hormiguero. Mi hermano me dijo que echan un hilito invisible por el trasero, más delgado que la tela de las arañas, y que por eso saben como regresar. Yo me hago la mala y corto su camino con el dedo en dos, en tres sitios, y después trazo un redondel alrededor de ella, pero ella cruza deprisa por el valle que he labrado y sigue su camino, buscando, buscando lo que sea para volver a avisar a las demás. Entonces le doy un respingo con el dedo y me salgo del rancho. Hace una luz tan fuerte ahí afuera que no me deja ver nada, ni los árboles, ni los campos, ni el camino, sólo un brillo blanco que todo lo oculta.
—No, china, que árboles sí había, aunque pocos —dice una voz que no reconozco—, y un guatal amarillo que rodeaba la casa, y la tierra era cenizosa y estéril, que por eso tus tatas la dejaron.
—¿Quién eres? —pregunto.
—La Máxima soy.
—No me recuerdo de usted, niña Máxima.
—Ah, pero yo sí de vos, china.
—Puede ser niña Máxima, pero yo no.
—Y, ¿cómo te vas a acordar si fue hace tanto tiempo? Pero allá naciste vos y tus hermanos mayores, y puede que alguno de los más pequeños.
—Sí, eso decía mi nana, niña Máxima.
También recuerdo que había en el suelo unos agujeros con una telita blanca donde anidaban las arañas meacaballos, esas que pican a los caballos y a las vacas, hacen que se les pudra el casco y los pobres animales andan patojos hasta que les crece de nuevo. Y me recuerdo del miedo, del miedo que me daban aquellas arañas, que por la noche salían de sus nidos y recorrían el ranchito con sus patas peludas, se subían por la mesa, por las sillas y hasta por camas y nos podían picar, así que de día agarraba valor y me apostaba junto a los agujeros hasta que la araña asomaba por la boca y la ensartaba con un trocito de alambre de cerco, y se la daba de comer a los pollos. Pero pronto nos fuimos de aquel ranchito porque mi tata compró un terreno algo grandecito, como de dos manzanas, en un lugar que le dicen Los Talpetates. El terreno tenía una casa de adobes con techo de tejas, dos corredores, una cocina enorme y un piso que mi tata recubrió con tierra mezclada con cal, que se prepara un como engrudo y se extiende por el piso, y cuando se seca queda bien compactado y liso, y fácil se puede barrer y no hacen nido en él las arañas, a Dios gracias, que en aquella casa pude por fin dormir sin miedo a que me picasen. El terreno estaba rodeado por un cerco de matas de izote y lleno de palos frutales: mangos, zapotes, aguacates, nacaspilos, guayabos, matas de huerta y arbustos de café. Y justo frente al corredor principal crecía un amate enorme, que tenía una rama más baja, casi horizontal, que parecía puesta a propósito para trepar por ella, colgarse y hacer travesuras. Así que un día que estaba jugando con mi amiga Erundina a hacer cabriolas en la rama, como las que hacen las gimnastas, se me enganchó una mano y me destrabé el dedo meñique, y desde entonces se me ha quedado más corto que el otro, y cuando cierro el puño no tiene nudillo.
—Traviesa que eras, vos, siempre lo has sido, desde chigüina, y aún hoy no te has enmendado a pesar de lo mucho que tu nana te regañó.
—Seguro, niña Máxima, si usted lo dice así ha de ser, pero no hace falta que me interrumpa a cada cosa que pienso.
—Ahí discúlpame si te molesto, cipota, pero este silencio rancio que cargo es tan vacío, tan infinito, que por veces me voy de boca.
—Si yo entiendo su silencio, niña Máxima, pero ¿y el mío?, ¿quién lo entiende?, no ve que me confunde usted, mejor ya no diga nada.
—No te enojes, vos, que ya me callo.
—A ver si sí.

viejos-mesa-grande_cortado

«Campamento de Mesa Grande, Honduras», fotografía por Julio Alejandre

Salvamos la vida y allá nos parqueron, en el campamento. Pero el campamento no es para nosotros, los viejos, nos pasamos los días mano sobre mano, contando historias de aquí, recordando, mirando para la frontera, con esa tristeza que le anida a uno adentro, que no lo deja dormir, ni descansar. ¿Qué va a hacer uno lejos de la tierra? Un campesino sin tierra no es nada. De pensar en morirme en el exilio se me va la alegría. Así que mejor me regreso, les dije. No se vaya usted, Misael, me dijeron, que al otro lado matan. Pero no les hice caso y mejor me vine.

Atravieso páramos solitarios, hondonadas calientes y cerros helados, lejos de la gente y las patrullas. Uno está viejo, pero marcho despacio y sin miedo. Acá todo está enmontañado, solitario. La selva crece como una levadura y por ratos teje una maraña impenetrable, pero a cada paso que doy siento el olor de la bienvenida. Subo por el cerro Chagüite, buscando Los Quebrachos; es dura la pendiente, pero ahora estoy en mi tierra, alegre dentro de lo que cabe.

Por fin encuentro la casa. Ahora está caída, los adobes desmoronadas, el tejado hundido, y sólo un resto queda en pie. Me paro frente a ella y miro a mi alrededor. Todo está cambiado, pero reconocible. El monte ha crecido mucho, lo mismo junto a la casa que entre las matas de guineo y los palos de aguacate. El cerco de piñal, que recién había plantado antes de la huida, está bravío.

No voy a arreglar la casa porque no se puede recuperar el pasado, y galán se duerme en el suelo, cubierto uno con la cobija de estrellas; pero quiero buscar el lugar donde murió la esposa, para honrarla como es debido. Me la mataron los soldados y la enterré con prisas, mirando por salvar la propia vida, pero no encuentro rastro de la sepultura. Quizá me ha engañado esta memoria traicionera, pienso, y su muerte nomás la soñé. Quién sabe, si me estoy aquí y no me alejo tal vez la vea llegar por la vereda que viene de la poza. No hay prisa, me gusta pasar el rato mirando a lo lejos, a los cerros tan bonitos que le enseñan los dientes al cielo, a la montaña verde y al aire que tiembla con el calor.

De entre esa calima temblorosa aparece la mujer. Está bonita aún, y se mueve ligera. Lleva el cántaro en la cabeza, sobre el yagual, y los brazos apoyados en las caderas. Se acerca ondulando el cuerpo con galanura, como cuando era muchacha. Me ve y se sonríe, se detiene a mi vera pero no apea el cántaro. Conserva el pelo muy negro, aunque la piel parezca cáscara de zapote. Me mira directo a los ojos, como ha hecho siempre, y me platica aunque no mueva los labios, que ya están resecos. Cuesta creer que sean los mismos labios que tantas veces besé. Tampoco los míos, viejos y borrados, son los mismos. Han perdido la costumbre de besar y de hablar palabras de amor. Pero las platicamos ahora, por los años perdidos; las mías tienen sonidos y las suyas son mudas. Detenidos en la vereda se ha venido la noche y otra vez la mañana, y más noches con sus mañanas porque hace falta mucho tiempo para desquitarnos del silencio y el desamor que cargamos encima. Luego la veo partir con el cántaro sobre el yagual, y su figurilla se empequeñece más y más hasta desaparecer detrás de la loma.

Yo me quedo solo en medio de esta tierra y miro la sombra que proyecta en ella mi cuerpo reseco, y veo mis pies desnudos, sucios del polvo de cien senderos y otros tantos caminos. Este caminar por la tierra, pienso, esta existencia dura y sufrida que hemos llevado, adónde nos conduce, tanta desolación para qué ha servido, pero estoy alegre porque estoy aquí, en mi tierra, y aunque esté vacía y desolada un día volverá a llenarse de risas. Enfilo nuevamente la vereda y sigo adelante, andando en busca de otra gente, pero me doy cuenta de que no soy yo quien camina por la vereda, sino ella la que me camina a mí, la que me ha estado caminando desde siempre.

Huyendo

refugiados-bn

«Centroamérica. Niños refugiados», por Julio Alejandre

─Toda la noche fue de andar y andar, una cadena larga de gente que se movía y daba vueltas igual que las revueltas del propio camino.
─Todos en la misma cadena.
─Todos. El que tenía algo y el que no tenía nada, el que debía como el que no.
─Cabal, es que las bombas no respetaban a nadie.
─Ni tampoco los que vinieron detrás.
─Fue noche de andar huyendo.
─Huyendo por entre los cerros y las sierras, buscando las hondonadas, la oscuridad de los árboles, huyendo por las veredas y las trochas de los animales y los animales. Perseguidos, acosados, atrapados estábamos entre el yunque y el martillo.
─De miedo fue la noche.
─Miedo de que nos descubrieran y nos mataran a todos, que nos mataran como masacraron a tantos. Balaceados. Quemados.
─Botados al río.
─A más de uno lo hicieron así.
─Crucificados en los cercos.
─Peor que a Nuestro Señor
─Miedo de que nos masacraran a nosotros también.
─Y no había otro ruido que el de los pasos de tanta gente que caminaba en silencio, un silencio tan terrible, tan terrible que todavía lo tengo tallado en la memoria, amasado con miedo y polvo y pasos y con más miedo.
─Un silencio de sí o sí.
─Con la tropa por todos lados, peinando los cerros, los campos, la montaña, peinándola apretaditos, igual a los dientes de un quitaliendres.
─Un silencio de morirse.
─De no oírse ni el llanto de una criatura, porque las madres con trapos les cerraban las bocas, con trapos bien apretados aunque se ahogaran, aunque reventaran de un sofocón.
─Qué brutas que fuimos, verdad.
─Verdad, y yo la que más.
─Pero era el miedo, vos, el miedo a morirse.
─Es que era una criatura. ¿Qué debía ella?
─Ya no te atormentes más, mujer. La pobrecita se murió y se murió.