Desertor

Dmitri Alexeyev, soldado ruso, camina con su compañero por las ruinas de lo que alguna vez fue la hermosa Mariúpol. Tiene diecinueve años y no comprende por qué está allí. Va callado, meditando, recordando el lugar al que su padre lo llevó cuando aún era un niño a apreciar el arte y la cultura que se derramaba por doquier en aquella ciudad portuaria. Ahora es añicos. Su mente divaga, por momentos se queda en blanco. Siente que camina sobre nubes, apenas nota sus pies pisar los pedazos de concreto y su visión es borrosa. Todo hiede a azufre, a fuego, a muerte.

Como si fuera un sueño se ve a sí mismo entrar a un edificio en el que varios soldados rusos violan y asesinan mujeres y niñas ucranianas, en una orgía de sexo y sangre. Rabioso toma su fusil y acaba con ellos, después de todo son hombres sin moral, no merecen ser parte del ejército ruso. Las pocas mujeres que quedan vivas lo miran tanto con agradecimiento como con temor. Se da la vuelta y empieza a caminar con su compañero sin rumbo fijo.

—¿Ves cómo ha quedado esta ciudad? Aún recuerdo cuando mi padre me trajo siendo todavía un niño. Fuimos al teatro, caminamos por la plaza, jugamos con la arena en los balnearios y los edificios estaban llenos de personas felices, que sonreían a nuestro paso. ¡Qué mucho daño hemos hecho! —le confía a su compañero como enloquecido—. He querido ser un buen soldado, pero esto no es para mí. No me enseñaron en casa a asesinar a sangre fría, pensé que los soldados tenían honor, que solo se disparaba para defenderse del enemigo. Esas niñas, esas mujeres no eran nuestras enemigas, solo eran como mi hermana, como mi madre —. Irrumpe en llanto—. No he querido hacer mal a nadie jamás y mírame aquí, con las manos llenas de la sangre de nuestros compañeros, de esos que se volvieron animales. No soy un animal, no soy como ellos —grita cayendo de rodillas, arrepentido.

Pierde la noción del tiempo, de tanto llorar se queda dormido, está agotado física y emocionalmente. Ya no será el mismo jamás. Pasan muchas horas antes de que despierte. Su compañero sigue allí, a su lado. Dmitri mira al cielo, apenas puede distinguir las estrellas o la luna, todavía el polvo de la destrucción nubla la visión al infinito. Poco a poco se incorpora.

—¿Sabes? Ya no estarás más conmigo —le dice a su fiel compañero desde el entrenamiento. Lo tira al lado, pero antes vacía las balas que le quedan.

#ArteParaUcrania

Alma llanera

Marcelo salió de su casa antes de que salieran los primeros rayos del sol. Dio una última mirada al rocío que aún estaba sobre las hojas de las plantas y hierbas que su madre con tanto amor cultivaba. Respiró despacio y profundo, para llevarse impregnado en su olfato el olor a patria, a condimento, a sabor de la comida de su casa. Caminaba, mirando sus pasos adelantarse sobre el asfalto mojado de Acarigua, cantando bajito Alma llanera. Sabía que era igual que la suya: primorosa y cristalina. Recordaba la infancia, cuando corría por los llanos de su tierra, jugando con sus hermanos y amigos, cuando Venezuela todavía era libre. Iba calculando la distancia que le faltaba por recorrer para llegar a donde tomaría el autobús hacia sus sueños. En su mochila llevaba lo necesario, no quería llevar peso de más sobre sus hombros, ya el de la separación se le hacía demasiado. Atrás dejaba a su madre, a su hijo y a Julieta.

Su padre le había enseñado que al hombre de la casa le tocaba sacrificarse y él era ese, el hombre de la casa. Hacía frío, pero no estaba seguro si era la madrugada o el que sentía en su espíritu, que hasta hacía poco había sido soberano. Se cerró la chamarra hasta el último botón con los dedos temblorosos. Palpó en el bolsillo de su pantalón el boleto del autobús hacia un país vecino. A pesar de la nostalgia, que ya lo golpeaba, llevaba el alma forrada de miedo, pero llenita de ilusión. Encontraría trabajo, podría alquilar una casita y mandar a buscar a los suyos. Todo estará bien —se decía— con la ayuda de Dios. Apuró el paso para llegar a tiempo a la estación. Hizo una larga fila para tomar su asiento. Ya acomodado, se sacó una selfi que atestiguaba la preocupación en los ojos y presentaba una media sonrisa, con la que trataba de convencer a su familia —como el que va a la guerra — de que no había nada que temer.

En el país hermano no estuvo mucho tiempo. A pesar de los buenos propósitos de las personas con las que se encontró, el trabajo duró poco. Aunque le habría gustado quedarse allí, se hacía insostenible por la falta de faena. Regresó a la capital, pero la competencia por sobrevivir era demasiada. Muchos venezolanos habían abandonado su tierra por causa del hambre, la necesidad y el rechazo al dictador, pero siempre sobrevive el más fuerte. Y no es que Marcelo fuera débil, era que estaba hecho de otra madera. Era un poeta, acostumbrado a la palabra dócil, con el corazón empeñado en versos de amor a su Julieta. Sus manos suaves estaban hechas para acariciar el lápiz sobre las hojas de papel y sus ojos, para amar el ritmo de la belleza y las letras.

Pensó en unirse a su hermano que se abría paso en otra tierra y creyó que estando cerca de él —al menos— calmaría la añoranza de estar con su familia. Solo tenía que reunir lo suficiente para pagar el bus. Pero allí le fue peor. El extranjero nunca es bien acogido en otras tierras, como si no fuera mandamiento ayudar al forastero. El espíritu se le exprimía con cada reproche racial. ¿Acaso la necesidad y el hambre tenían fronteras? Sus manos de artista se resquebrajaron en el duro trabajo de un taller. Su alma llanera y libre se secó bajo un yugo tan cruel, como el de la misma tiranía de la que huía.

Desde lejos le llegaban las noticias de la lucha de los que quedaron, y le dolían los huesos, padecía haberse ido. Ya no quería vagar errante por los rincones de una América Latina deshonrada con las muertes de mil Abeles, en manos de sus hermanos. «No es lo mismo estar en casa, aunque se pase hambre», pensaba cuando iba despertando de su sueño de una vida mejor para él y su familia lejos de la cuna. Anhelando el calor de Acarigua, de sus gentes, sus aromas y sus sabores, inició el camino de vuelta, dispuesto a enfrentar lo que fuera. Como el cóndor ante el ritual de la muerte, abrió sus alas y voló hasta el pico más alto con la cara al viento, recordando cada instante de su feliz existencia en la patria. Replegó sus alas, recogió sus piernas y se dejó caer a pique al fondo de la quebrada, mas esta no era su muerte, sino el renacimiento a una nueva vida, en el amor de su nido.

Marcelo ahora era parte del planeta, del cosmos, de los silencios. Esos largos silencios con los que se conectaba con su otro yo, el cóndor inteligente y sabio que vuela alto hasta tocar los astros, en los atardeceres dorados de Venezuela.

andean-condor-43304_960_720Imagen: Pxphere.com (CC0).

La frontera es un avispero

Llegan en caravana buscando un sueño,

la frontera es un avispero,

todos y nadie tienen razón.

El que huye encuentra que no existe el paraíso,

el soldado actúa contra su voluntad,

los rancheros ya dispuestos a la caza,

Inmigración los espera y muerde.

Niños en pañales atacados con gases,

¡Oh, Alemania Nazi,

cuánto aprendimos de ti!

Un alcalde pide auxilio a los federales,

a los Estados Unidos,

a las Naciones Unidas,

pero todos están sordos y ciegos,

a nadie le importan.

Los desesperados amenazan

hacer huelga de hambre,

con el pellejo pegado a los huesos.

Nadie tiene capacidad de conmoverse,

para todos son una peste.

Dejan a su paso basura,

sangre, desolación, enfermedad

y muerte.

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Imagen: Migrant, mother, woman, children (CC0).

Muertos del gobierno

‘MULTIPLE FATALITIES’ IN FLORIDA VIDEO GAME TOURNAMENT SHOOTING

Fuente: National online


Nada ha cambiado

a pesar de todos los que han

dado la vida sin razón.

Son los muertos del gobierno,

asesinados por su negligencia.

¡Maldita segunda enmienda!

—¡Mierda!—

Más vale un derecho

que la vida.

Como caballo desbocado

al que no quieren poner bridas,

nada debe existir

a rienda suelta.

¡Paren ya!

¡Deténgalo!

Los desangrados lo reclaman,

llorar de nada sirve.

Harta estoy,

imágenes idénticas se suscitan,

quién sabe y un día

muera alguien que importe.

Un día normal

Es un día normal…

Camino a la escuela

veo al chico que me gusta

y me da una tarjeta.

Sonrío.

Uno como cualquier otro,

repaso la lección que impartiré

hoy,

y escribo en el pizarrón

«Página noventa y tres».

Un día soleado,

jugaré al futbol con mis amigos

al salir a las tres:

mi vida es maravillosa.

Me río de mi novio,

14 de febrero:

día del amor…

quiere hacerlo conmigo

por primera vez…

Pratatatatá, pratatatatá…

¡Se oyen mil disparos!

Y me echo al suelo,

texteo a mi madre,

«Hay un tiroteo»

¡Voy a morir hoy!

¡Todo se termina!

Pratatatatá, pratatatatá…

Mi vida comienza,

no quiero morir.

¿Dónde estás, mamita?

Tengo mucho miedo.

Pratatatatá, pratatatatá…

¿Dónde está mi niño?

Le ruego que diga,

es la luz de mi vida

y solo tiene catorce años.

Pratatatatá, pratatatatá…

¡Tengo derecho a tener armas!

¡Tengo derecho a defenderme,

lo dice la Constitución!

Mi derecho es más importante

que la vida,

me apoya el Presidente.

Pratatatatá, pratatatatá…

El político mira hacia el lado,

Blah, blah, blah, blah, blah…

Sus manos están llenas

de sangre y corrupción.

Pratatatatá, pratatá…

Son solo diecisiete,

diecisiete… esta vez.

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Imagen de dominio público (CCo): https://pixabay.com/en/apple-education-school-knowledge-256262/

¿A dónde vas, alma errante?

¿A dónde vas alma errante,

a dónde te veo partir?

Voy en busca de los sueños,

aunque la vida me cueste.

Voy huyendo del hambre,

de la guerra, de la peste.

De la injusticia del hombre,

del escarnio de mi gente.

Voy cruzando el Río Grande,

voy en un camión caliente,

Sofocado por los cuerpos,

ahogado por la corriente.

Vivo, lucho y muero

en mi esperanza,

tan pronto me ven salir

soy un espectro de añoranzas.

Llora mi viuda, llora mi madre,

lloran mis hijas descalzas.

Ya yo no sé si es peor

desgajarme en esta tierra rancia,

o dejar mi ánima vagabunda

en esta travesía falsa.

El miedo no tiene lugar,

tengo que hacer el intento,

esconderé mi contento

si llego a alcanzar mi destino.

Trabajaré sol a sol,

no me quejaré de nada.

Déjame cruzar el río,

deja agua en mi camino,

déjame lograr mi sueño…

soy un esqueleto en el desierto.

imagen: https://pixabay.com/en/rio-grande-river-water-texas-1584102/

Sequía

De nuevo el verano de San Antonio. Caliente, seco. Gris, nublado. Ni una gota de lluvia. La yerba seca grita por agua, pero las nubes se niegan a regalar un poco de lo que guardan en sus úteros. Están ahí, haciéndose de rogar y cuando se les escapa un poco, ni siquiera toca la tierra, se evapora en los cielos. Los pájaros buscan agua, pero los bebederos están carentes de líquido. No hay nada que beber. Los árboles, los pocos que todavía quedan en pie, se desmayan intentando dar su sombra. Un polvo rojizo baila con el viento y las rosas —las rosas siempre son generosas aunque tengan espinas—, visten de colores la tierra árida de este desierto urbanizado.

Casas y casas, eso hemos sembrado. No importa que el señor residente de la Casa Blanca diga que el calentamiento global es cosa de los chinos. ¿Qué sabe de nada ese señor? Los pájaros lo saben, lo gritan, lo denuncian. Mi piel que arde con los rayos asesinos del sol lo testifica. Mi nariz, que ya no respira aire sino una polvareda cancerosa que entra a mis aborrecidos pulmones, lo declara.

Es verano en San Antonio y la sequía arropa el alma.

Imagen: https://pixabay.com/en/desert-mud-dry-dried-without-life-1820228/
CCO Public Domain