Desertor

Dmitri Alexeyev, soldado ruso, camina con su compañero por las ruinas de lo que alguna vez fue la hermosa Mariúpol. Tiene diecinueve años y no comprende por qué está allí. Va callado, meditando, recordando el lugar al que su padre lo llevó cuando aún era un niño a apreciar el arte y la cultura que se derramaba por doquier en aquella ciudad portuaria. Ahora es añicos. Su mente divaga, por momentos se queda en blanco. Siente que camina sobre nubes, apenas nota sus pies pisar los pedazos de concreto y su visión es borrosa. Todo hiede a azufre, a fuego, a muerte.

Como si fuera un sueño se ve a sí mismo entrar a un edificio en el que varios soldados rusos violan y asesinan mujeres y niñas ucranianas, en una orgía de sexo y sangre. Rabioso toma su fusil y acaba con ellos, después de todo son hombres sin moral, no merecen ser parte del ejército ruso. Las pocas mujeres que quedan vivas lo miran tanto con agradecimiento como con temor. Se da la vuelta y empieza a caminar con su compañero sin rumbo fijo.

—¿Ves cómo ha quedado esta ciudad? Aún recuerdo cuando mi padre me trajo siendo todavía un niño. Fuimos al teatro, caminamos por la plaza, jugamos con la arena en los balnearios y los edificios estaban llenos de personas felices, que sonreían a nuestro paso. ¡Qué mucho daño hemos hecho! —le confía a su compañero como enloquecido—. He querido ser un buen soldado, pero esto no es para mí. No me enseñaron en casa a asesinar a sangre fría, pensé que los soldados tenían honor, que solo se disparaba para defenderse del enemigo. Esas niñas, esas mujeres no eran nuestras enemigas, solo eran como mi hermana, como mi madre —. Irrumpe en llanto—. No he querido hacer mal a nadie jamás y mírame aquí, con las manos llenas de la sangre de nuestros compañeros, de esos que se volvieron animales. No soy un animal, no soy como ellos —grita cayendo de rodillas, arrepentido.

Pierde la noción del tiempo, de tanto llorar se queda dormido, está agotado física y emocionalmente. Ya no será el mismo jamás. Pasan muchas horas antes de que despierte. Su compañero sigue allí, a su lado. Dmitri mira al cielo, apenas puede distinguir las estrellas o la luna, todavía el polvo de la destrucción nubla la visión al infinito. Poco a poco se incorpora.

—¿Sabes? Ya no estarás más conmigo —le dice a su fiel compañero desde el entrenamiento. Lo tira al lado, pero antes vacía las balas que le quedan.

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Despojos de guerra

Cuidé de mi abuela en sus últimos meses de vida. Ella tenía muchos años, tantos que cuando alguien le preguntaba por su edad, ella solo reía y contestaba que había renacido tantas veces que ya había olvidado las fechas de cumpleaños.

Al principio no entendía lo que quería decir, pero con el paso del tiempo, y después de conocer algunos pasajes de su vida, terminé amándola más que nunca.

Recuerdo que usaba una silla de mimbre que crujía cada vez que me sentaba al lado de su cama para acompañarla. Ella casi siempre estaba dormida, mas cuando estaba despierta, se acomodaba en la cama y me platicaba largas y entretenidas historias. Una que me emocionó hasta las lágrimas fue de cuando tuvo que regresar a su país por un llamado que le hizo el gobierno porque el país del que se habían independizado amenazó con invadir y retomar el territorio. Creo que eso pasó después de que hubo una pandemia por un virus chino. Mi abuela no da muchos detalles, pero lo vimos en clase de historia, fue en la década de los 20. Mi abuela llegó de un pueblito de Europa del este a buscar fortuna en América, aunque llegó a México y nunca pudo irse de aquí.

Es el año 2077 y por los cálculos que he hecho con las referencias que da la abuela, ella rondará los ochenta años. Tengo 20, mas no he vivido ni un mínimo porcentaje de lo que ella.

Tenía 25 años cuando llegó a México. Un buen día decidió tomar sus cosas, —que no eran muchas— abordar un avión para llegar a los Estados Unidos y comenzar una vida distinta. Era el sueño de muchos, y muy pocos lo cumplían. Así comenzaba su relato:

—A los 25 años di un gran paso: fue tan grande que brinqué un océano —me decía riéndose con sus últimos tres dientes. Ella había dejado de ser hermosa en el aspecto físico, pero su alma era de una hermosura indestructible.

—Mi primer trabajo en México, porque nunca pude cruzar la frontera, fue en un restaurante en donde también servían bebidas. Fue una época difícil, perdí varios kilos pues llevaba una dieta que apenas me daba energía para trabajar. Vivía de las propinas porque el sueldo no era mucho. A veces, robaba comida de la cocina y calmaba un poco mi hambre. Tuve suerte de aprender el idioma con algunas compañeras, porque contra todo lo que se pueda creer, mi verdadera escuela fue la televisión. Aprendí español viendo telenovelas y repitiendo cada palabra que decían los actores. Al cabo de unos años, casi no se me notaba el acento extranjero, lo que me delataba era tener los ojos claros y la piel blanquísima.

»En un par de años ya me había mudado a la Ciudad de México. Fue terrible adaptarme a la prisa con que vivía la gente en ese lugar. Era menos cálida que en la frontera y tenían una manera muy distinta de pensar: todo el tiempo estaban a la defensiva y desconfiaban de todo el mundo.

»Me fue más difícil conseguir trabajo, después de mucho buscar conseguí un puesto en un restaurante, ya no de mesera, sino de hostess, quizá por mi personalidad amigable, no por mi aspecto. La paga era mucho mejor; me exigían una impecable presentación y hasta me dieron unos uniformes para usar todos los días. Lucía como una verdadera muñeca con el uniforme. —Me guiñaba un ojo.

—En ese lugar conocí a Mateo…

La abuela se quedaba callada siempre que llegaba a ese punto en donde conoció a mi abuelo. Quizá el recuerdo de las dichas perdidas le provocaban ganas de llorar, pero ella no derramaba más lágrimas. Nunca la vi derramar una sola, nada más se quedaba callada, en silencio esperando a que pasara la emoción. A veces proseguía, otras, solo se acomodaba el pelo, se acostaba y se quedaba dormida.

—Mateo iba cada tercer día al restaurante. Casi siempre pedía lo mismo: milanesa con papas y refresco de cola en un vaso con mucho hielo. Dejaba propinas y era un muchacho muy guapo.

Se le encendía la mirada a mi abuela y mientras sonreía, sus mejillas se teñían de un tímido color rosado.

—Un día le tomé la orden y le pregunté que por qué no pedía otra cosa de la carta, fui muy atrevida esa vez, solo porque me llamaba la atención, quería conocerlo y… nos conocimos. Nos hicimos novios, unos meses después nos fuimos a vivir a un departamento que alquilamos, todo al estilo mexicano, ¡ay, ay, ay! Mateo fue el amor de mi vida. Engendramos una bella niña, tu madre: Dasha.

»No usaba redes sociales, llegue tarde a la cita con la tecnología. Tuve que crear una cuenta de correo porque la oficina de recursos humanos del trabajo me obligó a hacerlo. Éramos felices hasta que me llegó un correo electrónico procedente del gobierno de mi país. Había estado al tanto de los acontecimientos y los veía tan lejanos. No sé cómo dieron conmigo; tras la disolución de la Unión, toda mi familia quedó repartida en los diferentes países. En mi pueblo no había dejado a nadie, solo quedó la casita que era de mis padres. Me obligaban a volver bajo amenazas, si no lo hacía el castigo era… severo. Conociendo como era el proceder de las oficinas militares y gubernamentales, tuve pavor, así que regresé a mi pueblo. Supongo que esa fue una de tantas veces que morí al pensar que debía sepárame de mi nueva familia. La anterior había sido en Tijuana cuando me reclutaron contra mi voluntad para trabajar en un antro sirviendo bebidas con poca ropa. De milagro pude escapar. Esa fue una de tantas ocasiones en la que renací.

»Volví a pisar mi terruño. A pesar del tiempo y la distancia seguía manteniendo el amor por el lugar que me vio nacer. Creo que entendí eso que me dijo Mateo: la patria se lleva en el corazón y nunca se abandona, siempre va contigo. Recuerdo que me dijo eso un día en el zócalo de la Ciudad de México mientras mirábamos como izaban la bandera monumental.

»No había olvidado los aromas en el aire, los ruidos del ambiente, las calles, las casas y la gente. Por desgracia, ahora todo estaba muy lejos de la estampa que tenía en mi cabeza: todo estaba destruido, hecho ruinas y el olor que flotaba en el aire era de muerte, de soledad, de crueldad. Habían bombardeado toda la región. Desalojaron a muchas familias y a otras no les dio tiempo de huir, no sé si sea un consuelo que hayan muerto todos juntos o solo sea una consecuencia más de toda esta desgracia. Era más que lamentable la situación. Sentí miedo. Me trajeron de México para enrolarme en las fuerzas de resistencia; para defender a mi pobre y joven país sin otra cosa que no fueran mis manos porque la mitad de corazón que me quedaba ya lo tenía deshecho desde que me di cuenta de lo que pasaba cuando llegué, la otra mitad se quedó en México con Mateo y Dasha. Más que dividida me sentía quebrada, rota como esas muñecas que ya no se pueden arreglar, como una vieja máquina que se descompone y ya no vale la pena reparar.

»Me mandaron al frente, me dieron un chaleco, una bolsa, un fusil y algunas balas. Ninguna instrucción ni preparación previas. Solo la experiencia de cazar patos con una escopeta en los tibios días de verano, era toda la habilidad con la que contaba. Solo que ahora no se trataba de patos o ardillas, ahora eran soldados enemigos, militares entrenados por los mejores instructores del mundo. Hombres y mujeres, seres humanos como tú y como yo. Matar para defender tu bandera, tu idioma tu tierra, a ti mismo. Matar a final de cuentas solo es matar.

»Nueve meses y tres semanas escondidos en un hoyo. Sin comida ni agua. Sin vías de comunicación, con el alma pendiendo de un alfiler. Se me hacía eterno el tiempo para volver a ver a Mateo y a mi hija. Hacía meses que no sabía nada de ellos, ni ellos de mí. Sentía pánico nada más de pensar que ya me hubieran dado por muerta imaginando mi cadáver tirado en un charco con lodo mezclado con sangre que manaba de las heridas de balas en mi cuerpo. Se me iban las noches con esos pensamientos oscuros. Una madrugada me alertó un estruendo: un ruido como ninguno que hubiese escuchado con anterioridad. Retumbaba y dejaba vibraciones en el suelo, juro que podía sentirlas. Escuché cómo se aproximaba poco a poco, me castañeteaban los dientes del tremendo pánico que me provocaba, me oriné varias veces antes de que todo se volviera un caos y después del caos se manifestó el mismísimo infierno.

»Armas de racimo eran las que estaba usando el enemigo. Nos fue imposible luchar contra esa tecnología, era como si nosotros usáramos piedras y palos y ellos vehículos blindados. La resistencia sucumbió esa noche, el enemigo arrasó con todo y todos. Una pared de escombro cayó sobre mí. Me hizo daño en varias costillas, me abrió la cabeza y me dejó todo el cuerpo con moretones. Creo que esa fue otra de las veces que renací.

»Me desperté en un lugar oscuro, apenas iluminado por una fogata. Una mujer me ponía un cuenco en los labios para darme leche de cabra rebajada con agua. Tenía los labios agrietados y me ardieron a pesar de que estaba tibia la bebida. Bebí un poco y le pregunté a la mujer en dónde estaba. Me dijo que hacía varios días, cinco o seis, que me había encontrado quejándome debajo de un montón de escombros. Algunas personas le ayudaron a subirme a un carretón y me trajeron a su casa. Ella sabía que yo era de la resistencia por eso decidió ayudarme. El enemigo se había replegado a las ciudades más importantes dejando algunos destacamentos en los pueblos.

»Cuando logré levantarme contemplé todos los desechos que quedaron después de esa noche infernal: suena exagerado, pero ya no había piedra sobre piedra todo era un extenso llano humeante. Tuve que esperar a recobrar fuerzas para escapar de ahí. Con el gobierno disuelto y el presidente refugiado en un país neutral, —como en un mal chiste— ya nada me obligaba a quedarme ahí.  

»Caminé de noche y me escondí de día hasta que pude llegar a una de las fronteras que no estaba tan custodiada como las otras. Cruzaría la línea y pediría asilo en el país aliado. Lo hice de la manera más tonta posible, caminé sin detenerme hasta llegar a una garita. Escuché gritos cada vez más agresivos, pero no puse atención. Pedí ayuda al soldado de la garita que dudó en hacerlo hasta que los otros soldados dispararon.

»Uno de ellos me perforó la pierna y justo cuando iba cayendo sentí un fuerte ardor en el lado derecho de mi cara, a la altura de la oreja. Por nada y el otro tiro me pega justo en la frente. La caída me salvó del impacto y me puso en suelo extranjero. Otra vez renací.

»Me llevó dos meses abandonar el país, entre trámites y la recuperación del balazo. Pude comunicarme a México para pedir ayuda y por fortuna me llegó. Hice todos los trámites y me sentí aliviada cuando abordé el avión con destino al aeropuerto de Cancún, México. Fueron diez horas de darle muchas vueltas a la situación. No pude hablar con Mateo, apenas si escuché la voz de Dasha, el padre de Mateo sonaba molesto por teléfono y su madre no había querido coger la llamada.

»El dinero no me alcanzó para otro boleto de avión así que tuve que hacer el trayecto en autobús hasta la ciudad de México. Pasamos por varios retenes de migración, pero sabiendo lo clasista que son los funcionarios, sabía que por el color de mi piel no me molestarían. Los que padecían eran los desaliñados de piel morena.

»Llegué a la casa de los papás de Mateo. Abracé con tanta fuerza a Dasha que me miraba callada y sorprendida. La

madre de Mateo tenía la cabeza gacha y no me sostenía la mirada. El padre de mala gana me invitó a quedarme para que me pusieran al tanto de lo que había pasado en todo este tiempo. Pregunté por Mateo y ahí comenzó la actualización de hechos.

»Cuando dejó de tener noticias mías me dio por muerta. Los noticieros se encargaron de dar notas explícitas de cómo avanzaban las fuerzas invasoras y de cómo iban demoliendo ciudad tras ciudad. A los seis meses de mi partida se fue a vivir con otra mujer y dejó a Dasha con sus abuelos. Venía a verla dos o tres veces por semana, pero ya no la quería viviendo con él. Ya no supe que parte de mi ser era la que estaba experimentando ese dolor.

»Me fui de ahí con Dasha. Sus abuelos ni siquiera intentaron detenerme. Jamás volví a ver a Mateo. Trabajé en todo lo que pude para sacar adelante a mi hija y hacer que también se olvidara de su padre. Nunca le hablé mal de él, a veces le contaba pequeñas historias de cómo jugaba con él cuando era bebé. Algunas eran inventadas, otras no. Algunas eran pensamientos en momentos en los que estaba escondida abrazando el arma y afuera no había estruendos ni detonaciones y que hubiera deseado estar con ella.

»Dasha creció feliz a pesar de todo. Pudo cursar la universidad y obtener un título en procesamiento de datos para los negocios. Conoció a tu padre y después naciste tú, Lera.

»A través de estos años reafirmé lo que me dijo Mateo ese día en el zócalo: la patria se lleva en el corazón y nunca se abandona, siempre va contigo. Lo repito para mí cada vez que recuerdo mi llegada a mi pueblito porque la guerra no solo daña la tierra, sino que también daña y destruye a la gente y solo nos queda lo que llevamos dentro, en el corazón. Aunque a mí me quedó muy poco donde guardar, siempre lo llevo conmigo, es parte de mí, incluso si son despojos de guerra.

Me fascinaba escuchar esta historia. Mi abuela era muy elocuente y tenía mucha experiencia contando historias. Mi madre no heredó esa cualidad, pero yo practico para cuando llegue mi momento.

Un día mi abuela se quedó dormida y ya no despertó. Murió con un gesto bondadoso como quien se resigna —ahora sí— a morir. Mi hermano no tuvo la dicha de conocerla, sin embargo, le platico de ella porque la llevo en el corazón y en tiempos de paz también se vale guardar los bellos momentos y ella me compartió muchos mientras estuvo con vida.

Te amo, Nastya.

Alma llanera

Marcelo salió de su casa antes de que salieran los primeros rayos del sol. Dio una última mirada al rocío que aún estaba sobre las hojas de las plantas y hierbas que su madre con tanto amor cultivaba. Respiró despacio y profundo, para llevarse impregnado en su olfato el olor a patria, a condimento, a sabor de la comida de su casa. Caminaba, mirando sus pasos adelantarse sobre el asfalto mojado de Acarigua, cantando bajito Alma llanera. Sabía que era igual que la suya: primorosa y cristalina. Recordaba la infancia, cuando corría por los llanos de su tierra, jugando con sus hermanos y amigos, cuando Venezuela todavía era libre. Iba calculando la distancia que le faltaba por recorrer para llegar a donde tomaría el autobús hacia sus sueños. En su mochila llevaba lo necesario, no quería llevar peso de más sobre sus hombros, ya el de la separación se le hacía demasiado. Atrás dejaba a su madre, a su hijo y a Julieta.

Su padre le había enseñado que al hombre de la casa le tocaba sacrificarse y él era ese, el hombre de la casa. Hacía frío, pero no estaba seguro si era la madrugada o el que sentía en su espíritu, que hasta hacía poco había sido soberano. Se cerró la chamarra hasta el último botón con los dedos temblorosos. Palpó en el bolsillo de su pantalón el boleto del autobús hacia un país vecino. A pesar de la nostalgia, que ya lo golpeaba, llevaba el alma forrada de miedo, pero llenita de ilusión. Encontraría trabajo, podría alquilar una casita y mandar a buscar a los suyos. Todo estará bien —se decía— con la ayuda de Dios. Apuró el paso para llegar a tiempo a la estación. Hizo una larga fila para tomar su asiento. Ya acomodado, se sacó una selfi que atestiguaba la preocupación en los ojos y presentaba una media sonrisa, con la que trataba de convencer a su familia —como el que va a la guerra — de que no había nada que temer.

En el país hermano no estuvo mucho tiempo. A pesar de los buenos propósitos de las personas con las que se encontró, el trabajo duró poco. Aunque le habría gustado quedarse allí, se hacía insostenible por la falta de faena. Regresó a la capital, pero la competencia por sobrevivir era demasiada. Muchos venezolanos habían abandonado su tierra por causa del hambre, la necesidad y el rechazo al dictador, pero siempre sobrevive el más fuerte. Y no es que Marcelo fuera débil, era que estaba hecho de otra madera. Era un poeta, acostumbrado a la palabra dócil, con el corazón empeñado en versos de amor a su Julieta. Sus manos suaves estaban hechas para acariciar el lápiz sobre las hojas de papel y sus ojos, para amar el ritmo de la belleza y las letras.

Pensó en unirse a su hermano que se abría paso en otra tierra y creyó que estando cerca de él —al menos— calmaría la añoranza de estar con su familia. Solo tenía que reunir lo suficiente para pagar el bus. Pero allí le fue peor. El extranjero nunca es bien acogido en otras tierras, como si no fuera mandamiento ayudar al forastero. El espíritu se le exprimía con cada reproche racial. ¿Acaso la necesidad y el hambre tenían fronteras? Sus manos de artista se resquebrajaron en el duro trabajo de un taller. Su alma llanera y libre se secó bajo un yugo tan cruel, como el de la misma tiranía de la que huía.

Desde lejos le llegaban las noticias de la lucha de los que quedaron, y le dolían los huesos, padecía haberse ido. Ya no quería vagar errante por los rincones de una América Latina deshonrada con las muertes de mil Abeles, en manos de sus hermanos. «No es lo mismo estar en casa, aunque se pase hambre», pensaba cuando iba despertando de su sueño de una vida mejor para él y su familia lejos de la cuna. Anhelando el calor de Acarigua, de sus gentes, sus aromas y sus sabores, inició el camino de vuelta, dispuesto a enfrentar lo que fuera. Como el cóndor ante el ritual de la muerte, abrió sus alas y voló hasta el pico más alto con la cara al viento, recordando cada instante de su feliz existencia en la patria. Replegó sus alas, recogió sus piernas y se dejó caer a pique al fondo de la quebrada, mas esta no era su muerte, sino el renacimiento a una nueva vida, en el amor de su nido.

Marcelo ahora era parte del planeta, del cosmos, de los silencios. Esos largos silencios con los que se conectaba con su otro yo, el cóndor inteligente y sabio que vuela alto hasta tocar los astros, en los atardeceres dorados de Venezuela.

andean-condor-43304_960_720Imagen: Pxphere.com (CC0).

Camino de la frontera

orilla lejana

Fotografía por Fredmosc, en Pixabay (CC0).

En cuanto anocheció emprendió el camino. Tenía que cruzar antes del amanecer. Notaba la cabeza algo despejada, pero la malaria lo martirizaba como nunca, el cuerpo le dolía, los huesos le dolían. Una luna pequeña, en creciente, se acercaba al horizonte con su claridad amortiguada. En lo alto de la cúpula del cielo, una miríada de estrellas lo contemplaba.

Intentó caminar con paso regular, sin apretar la marcha, calculando que le aguantaran las fuerzas, pero al ratito ya sentía un cansancio inmenso y la vida se le iba con cada paso. Voy a dar uno más y ya veré, decía el hombre, y lo daba, y ahora otro, decía, y luego otro, y así contó trescientos, mil, dos mil pasos, más o menos un quilómetro. Jadeaba, se mareaba y no podía, pero voy a caminar otro quilómetro, decía, y volvía a empezar la cuenta. Había dejado el camino y avanzaba por veredas entre los cerros, por trochas de animales, alejadas de los caminos y carreteras.

La luna hacía tiempo que se había escondido, sólo oscuridad en la tierra y estrellas en el cielo. El hombre tropezó varias veces, con sus respectivos revolcones y golpes en las piedras. En los repechos más duros, se arrodillaba y gateaba y se daba ánimos a sí mismo, ánimo, hombre, que ya queda menos. ¿Menos para qué? Menos para todo. A veces se detenía para escudriñar las sombras, para escuchar la noche, por los si la policía, por si alguna patrulla. Aquellos altos lo aliviaban, le daban tregua, pero después le costaba más reemprender la marcha, que parecía que las articulaciones se le hubieran soldado, y la voluntad huido. Y otro paso, y otro y van quinientos, quinientos uno, dos, tres, y otro quilómetro, y este ya es el último y me dejo caer, pensaba, ya, ya, y que sea lo que Dios quiera, que me hallen los policías, que coman los buitres, de todas formas nada le importaba sin ella, la vida, la salvación, el mañana, se la llevó el otro, el de antes, el de siempre, será verdad que la quiere, piensa, todo lo piensa, porque la palabra es un lujo que no se puede permitir, y otra vez la fiebre lo asalta, lo fatiga, la tiritera, los escalofríos, otro paso, otro cerro, otra bajada, y las estrellas lo miraban, blancas como cartas, como notas blancas, infinidad de estrellas, las mismas que estarán viendo otros pobres diablos como yo, piensa, no puedo, no puedo más, grita dentro de su cabeza, le estallan los pulmones, el corazón, el cuerpo todo, cada fibra muscular se rompe, rota como una cuerda vieja de un violín, pero sigue y sigue hasta que siente el río, el río que es la frontera.

Una claridad muy tenue apunta por oriente y a su luz ilumina la otra orilla, lejana como el infierno.

La Rubia

Ay, Rubia, mi Rubia… Yo no sé qué tienen tus ojos, que cuando me miras así creo que siento la energía que lo une todo. Tal vez sea la sensación que tienen dos almas cuando se reconocen. Porque a mí me da que tú y yo nos hemos encontrado por algo. Me miras con esas canicas achocolatadas, que parecen más oscuras aún enmarcadas por tu cabellera dorada, y me haces sentir bien. No sabría decir cómo, pero me ayudas. Si todas las personas tuvieran cerca a un ser como tú, algo aprenderían, seguro; sabríamos estar mejor en el mundo. Nunca he conocido un corazón más limpio.

Recuerdo cuando te traje a casa por primera vez. Aún eras muy joven. Siempre ibas de un lado a otro con la cabeza baja, no querías llamar la atención. Te daba miedo el mundo. Y mira ahora qué tranquila estás, ¿eh, Rubia? Anda que no ha llovido desde entonces… Pero en aquella época ibas a esconderte a los muelles porque era el único sitio del pueblo donde no había niños. Esos críos impertinentes te perseguían para hacerte perrerías y tú de buena parecías tonta. Si hubieras querido podrías haberles dado un buen susto. ¿Te acuerdas del Pelao, y del Tonín? Ahora que ya son grandes te saludan, yo diría que se avergüenzan un poco de sus correrías de entonces.

Fue el día de la nevada. La primera en años. Hacía demasiado frío como para dejarte dormir en la calle. Tú te habías colado, como siempre, por el patio de atrás que daba al almacén de la tasca. Acudías puntual a nuestra cita nocturna, y yo te daba algunas sobras antes de cerrar. Gerardo me veía alguna que otra vez y me regañaba, solo que no me lo decía muy en serio. A él le daba igual, pero es que aquí siempre hay que opinar de todo.

Y ese día decidiste seguirme a casa. Ibas caminando detrás de mí, y cada vez que me paraba y me daba la vuelta para mirarte, te detenías tú también y me mirabas con esperanza. Siempre fuiste tímida. Cuando pasé junto al bar, estaba Sisinio afuera echando el cierre, y me dijo, oye, ¿tú has visto que te sigue esa? Ten cuidado, que como coja confianza luego ya no te la quitas de encima por las buenas.

Yo me encogí de hombros y te miré, y debió de ser que escuchaste el comentario, porque te cambió un poco la cara y luego me seguías menos convencida. En una esquina desapareciste y llegué a casa sin ti. Qué curioso que nunca te haya hablado de esa noche. Me dio mucha pena. Ya me había hecho a la idea y creo que hasta un poco de ilusión me hacía. Yo también estaba muy solo.

Pero me metí en casa y me puse a cenar delante del televisor, qué le iba a hacer. Y entonces empezó a nevar. Qué locura. Nunca habíamos visto nada parecido. Y yo miraba todo el rato por la ventana, por si te veía. Y tú ni rastro. Y me dio miedo. Pensé que si pasabas esa noche fuera, te ibas a quedar tiesa. Qué tonto, ¿verdad? Y cogí la linterna y salí a buscarte. Tenía la esperanza de que anduvieras por el jardín, pero nada. Y yo te llamaba, ¡Rubia, Rubia! Tú no sabes qué sofocón cuando saliste de aquel soportal y viniste despacito hacia mí. No hablamos nada en todo el camino, pero te dejaste guiar. Te monté una camita en el salón, y hasta hoy.

Y bueno, tenía razón Sisinio, ya no pude deshacerme de ti, y ni ganas. En el fondo yo estaba convencido de que cuando llegara el buen tiempo te echarías un ligue y te largarías. Y el que se echó ligue al final fui yo, y no veas qué pesadilla al principio. Yo no sé si tú te acuerdas, porque ahora con Miranda te llevas muy bien, pero antes no había quien os aguantara juntas. ¿Reconoces que un poco celosa sí que estabas? ¿No? Bueno, ¡pero si te measte en sus zapatos! Sí, sí, ahora nos reímos, pero… Mira, que quede entre nosotros: llegó un momento en que tuve miedo de que quisiera hacerme elegir entre las dos. Y ahora que eres tú tan viejita como nosotros, nos cuidamos los tres. Te espatarras aquí entre los dos, Miranda te acaricia el lomo, yo te acaricio detrás de las orejas, y antes de quedarte frita, me echas una de esas miradas tuyas de amor, y aquí me quedo yo, en paz, viendo cómo te tiemblan las canas que te han salido en el hocico cada vez que resoplas.

Un cuento para los perros de la calle. Andrea Nunes.

Diario de una cooperante

Campamento de refugiados de…

«Entre tanta tarea como tengo, me ha salido una nueva ocupación que me llena más que otras: colaborar con un grupo de mujeres para documentar casos de niños perdidos durante la huida de su país. El asunto surgió espontáneamente, como surge casi todo por aquí, y como es un tema que, desde que supe de él, me ha interesado y me ha tocado el corazón, no me ha costado echar una mano.

manos hombre y niño

Foto obtenida de Pixabay, con licencia Creative Commons CCO

»Y en eso llevo trabajando desde hace unas semanas, aunque sea a ratos perdidos. Ya hemos documentado al menos once casos de desapariciones de niños, aunque algunos de ellos en realidad no fueran niños perdidos, sino “regalados”; es decir, que durante las largas huidas de la zona de conflicto la situación llegaba a ser tan dramática que hubo madres que dejaron a sus hijos en las casas que encontraron por el camino, con cualquier persona, porque de seguir con ellos seguramente morirían. De hecho, según me cuenta la gente, no es raro entre los campesinos la costumbre de “regalar” niños. Por ejemplo, si una mujer tiene muchos hijos y por el motivo que sea no puede cuidarlos a todos, “regala” uno a quien pueda hacerlo mejor que ella: a su hermana, su tía o incluso a su propia madre, y a partir de ese momento el hijo es adoptado por esta madre de acogida, la llama mamá y actúa en todo momento como si de verdad lo fuera.

»Pero como digo, eso son sólo unos pocos casos. En los demás, los niños se perdieron de verdad. De todos los que hemos documentado, hay uno que me ha llamado la atención, no porque fuese más terrible que los demás, sino porque la mujer hablaba de la pérdida de su chiquitín con un desconsuelo tal, mostraba una tristeza tan desoladora, que también a mí me dieron ganas de llorar. Dijo que se le perdió cuando cruzaban la frontera, hasta donde una tropa los había estado siguiendo y hostigando. Fue de repente: se le zafó un momento mientras corrían y ya no lo vio más. Y aunque examinó uno a uno los muertos por el ataque, y lo estuvo buscando durante más de una semana, arriesgándose incluso a separarse del grupo, no logró dar con él. Dijo también que un periodista que cubría la llegada de los refugiados le sacó una foto al niño antes de que se perdiese, que tal vez él tenga alguna información… pero no sabe como contactarlo. En todo caso, le gustaría conseguir la foto para tener siquiera un recuerdo de él».

 23 de abril de cualquier año

El estado natural de las cosas

Bayús fue la más pequeña de ocho hermanos y conserva escasos recuerdos de los años vividos en casa de su padre, allá en la frontera norte de la pequeña república africana, y aún estos seguramente más infundidos que reales. De hecho, apenas tiene evocaciones de los primeros días de la revolución ni de su propio padre, que desapareció y seguramente murió, aunque nunca nadie encontrara el cuerpo.

eritrea-pixabay. CC0 Creative Commons

«Tiendas de campaña en Eritrea», tomada de Pixabay (CC0 Dominio Público).

Tampoco recuerda cómo cruzaron el río hacia la república vecina, su madre sola con los hijos, en medio de masas que huían, tal que ellos, de la barbarie de los operativos militares; ni cómo, en el término de unas pocas semanas, confinaron a los supervivientes en una llanura pelada, árida y sofocante custodiada por el ejército del país de acogida, que patrullaba los alrededores con la sana intención de evitarle todo contagio a la población colindante.

Así pues, se establecieron en un campamento de refugiados donde se alineaban tiendas y más tiendas de lona llenas de una humanidad doliente y desgarrada. Bayús vivía en estado semisalvaje, una más entre la horda de inevitables criaturas que lo abarrotaban, aunque andando el tiempo tuvo la oportunidad de adquirir algunos conocimientos elementales en el programa de educación que puso en marcha la cooperación internacional y cuyo objetivo era, nada menos, que el de escolarizar a la numerosa población infantil y alfabetizar a los adultos.

Las clases se impartían en escuelas esqueléticas y desnutridas, dotadas apenas con una pizarra apoyada en el tronco de un árbol y un círculo de piedras que se movía al ritmo de la sombra del propio árbol; había tal penuria de materiales que la tiza era más preciada que el café y las libretas debían borrarse una y otra vez para reutilizar sus páginas; y no era menor la precariedad del elemento humano, porque los maestros, o mejor dicho maestras, ya que mujeres eran la abrumadora mayoría, apenas habían estudiado algún curso de enseñanza elemental y sabían leer atragantándose, y escribir con torpeza, imagínense lo que sería para ellas el tener que transmitirlo.

En aquel entorno creció Bayús, para quien el campamento se convirtió en su idea de lo que la vida es, y quizá nunca haya podido borrar de su mente el pensamiento de que el hogar es una tienda de lona, una clínica un galerón de madera y lámina, que el hacinamiento es consustancial al ser humano, la guerra es el estado natural de las cosas y la muerte un accidente corriente en el cada día.