«Somos responsables de nuestras acciones, pero también de nuestras omisiones»
Hoy estoy más tranquila que nunca. Han sido largos, muy largos estos meses de angustia, tanto que el agotamiento emocional era inevitable. En un centro de acogida nos habían dicho que escribir o hablar con alguien de nuestra historia nos aliviaría el alma. Ustedes comprenderán que por una u otra razón no haya podido hacerlo hasta ahora. Hace tres años cuando se acrecentaron los bombardeos entendí que no podíamos permanecer en nuestro país. Ya no teníamos nada más que pudiéramos perder. Hablo de mi, de mi esposo y mis hijos. El trabajo escaseaba, la comida escaseaba y en cualquier momento se llevarían a nuestros hombres para reclutarlos en combate. Y me preguntaba constantemente ¿de qué manera llegamos a ser culpables de esta guerra, si es que lo somos?
De todas las renuncias involuntarias, dejar a mis padres fue la decisión más dura de mi vida. No sé si me perdonaré algún día por abandonarlos. Decían, en un intento por consolarme, que ya eran muy mayores para estas peripecias y si tenían que morir, debía ser en la tierra que les dio la vida. Fueron ellos quienes financiaron nuestra huida y un tío de mi esposo también. Habíamos previsto que con ese dinero podríamos llegar hasta Europa esquivando los cercos de seguridad. Luego tendríamos que buscarnos la vida para llegar con nuestros familiares que nos esperaban en Bélgica y si todo salía bien, después de un tiempo viajaríamos a casa de mi hermano a Canadá. Dicho así suena tan fácil, como subir a un avión con destino a cualquier parte, de no ser porque abandonar el país en plena guerra estaba penado, los visados se expedían a cuentagotas.
Malik, un amigo de la familia diseñó la ruta y nos explicó con detalle qué debíamos llevar para el viaje, cuáles eran los puntos fronterizos a evitar, quiénes serían nuestros contactos en cada escala, qué debíamos decir si nos topábamos con alguna autoridad y en caso de necesitar ayuda a quién podíamos acudir. Todo estaba previsto en el plan. Su hijo había viajado siguiendo sus indicaciones hacía más de medio año, y ahora tenía trabajo y una mujer con la que se casaría muy pronto, según nos contó. Si seguíamos el plan metódicamente, tendríamos un futuro garantizado en Europa, nos decía, pero teníamos que memorizarlo al pie de la letra. El día que nos marchamos supe que no vería más a mis padres, pero no había vuelta atrás. La única forma de regresar era si la guerra terminaba, se restauraba la “democracia”, se reconstruía el país, se generaba empleo y si se eximía a todos los que nos negamos a colaborar en la guerra, de los cargos por deserción. Era una posibilidad en el mundo feliz de las ideas, casi imposible en este mundo real e incierto.
Crecí convencida de que la solidaridad era un principio universal pues la religión nos enseña a vernos en el otro y a estar atentos a la necesidad de nuestros semejantes. Pero no estaba segura de que la gente del “mundo desarrollado” procurara ese principio de la misma manera. Sin embargo, aún sigo creyendo que hay gente buena en todas partes. De cualquier forma tendríamos que aprender a decidir cuándo confiar y cuándo desconfiar, porque el largo trayecto que iniciábamos prometía ser muy hostil y ante todo, teníamos que proteger a nuestros hijos.
Todo ser humano abomina la guerra. Pero para los gobiernos del mundo desarrollado, huir de un país devastado por las bombas que ellos fabrican, masacrado por la artillería pesada y las armas que también llevan su sello, no es un argumento suficiente para dar asilo político a tanta gente, a pesar de que abogan delante de las instancias internacionales por la defensa de los derechos de los refugiados enarbolando la bandera de la paz. A eso yo no lo llamaría hipocresía, llanamente es un homicidio encubierto. Y ¿qué esperan entonces? ¿que invitemos a cenar a la muerte a nuestras casas?
La vida es una lucha constante, eso es cierto. Este éxodo era otra modalidad de la guerra, una guerra de baja intensidad donde nos enfrentábamos contra las inclemencias del tiempo, el agreste terreno del desierto o la montaña, el mar embravecido, rutas improvisadas, pero el principal enemigo seguía siendo el factor humano. Es un secreto a voces que las mafias que trafican con gente están al asecho de la desgracia humana. Ésta no era la excepción por supuesto. Casi siempre la gente que va huyendo en busca de una vida mejor en el exilio, enfrenta la extorsión, el acoso, violaciones sexuales, robos, abusos, explotación en empleos precarios, la suspicacia de la gente local y en los extremos de ésta, la xenofobia. Lejos de las categorías políticas que ponen en la balanza a los refugiados o a los inmigrantes, una huida masiva precedida por la guerra sólo puede ser reconocida como una emergencia humanitaria.
Desde un inicio, en nuestra caravana se impuso la ley del más fuerte. Muchos de nuestros acompañantes no sobrevivieron a la travesía por el desierto. A duras penas nosotros y los niños resistimos. Pensamos que si supérabamos eso habríamos pasado lo peor. Las familias empezaban a desmembrarse, los rostros desencajados de las madres que iban perdiendo a sus hijos eran la viva expresión de la muerte. Ya no habría para ellas consuelo suficiente, ni siquiera cuando llegaran a su destino e intentaran rehacer sus vidas. Aún así me sorprendía la capacidad de las personas para reponerse al sufrimiento con total entereza.
Casi dos meses después de nuestra partida arribamos al puerto desde donde cruzaríamos por mar hasta el viejo continente. Estuvimos hacinados en una especie de almacén, hasta nuevo aviso. Fue allí donde comenzó nuestra tragedia. Una bacteria atacó a varios de nuestra caravana, entre ellos mi esposo y la pequeña. Todos estábamos muy débiles y bajos de defensas, particularmente mi esposo, pues renunció varias veces a su ración de alimento para repartirla a los niños. Los traficantes de personas a quienes habíamos pagado por adelantado para cruzar, alejaron a todos los enfermos para que no contagiaran al resto. Los abandonaron a su suerte, pues el pago no incluía seguro médico, dijeron. Yo los miraba con odio, pero me sentía impotente, en ese momento no supe qué hacer más que ofrecerme a cuidar de los enfermos para estar con mi familia. Algunos de los médicos que viajaban con nosotros hicieron lo posible por aminorar el malestar, pero aseguraron que no sobrevivirían si no se suministraban los medicamentos adecuados. Hubo alguno que pudo pagar a tiempo para ser atendido en un hospital, pero la mayoría fueron muriendo, uno tras otro. No era el momento de rendirse, aunque ese golpe me mutiló el alma. Y mis otros dos hijos me necesitaban fuerte y sana. ¿Sabes lo que es tener unas ganas inmensas de llorar y no conseguirlo?
El día que nos hicimos a la mar era un día espléndido, despejado y soleado, tal vez un buen augurio, pensé. Llegué a emocionarme por un momento, aunque mi corazón estaba como encogido. Mis niños también tenían miedo, estaban cansados, y sufrían por su padre y su pequeña hermana, pero también por verme tan cabizbaja y callada, es sólo que una madre no debería enterrar a sus hijos nunca. Aguardamos a que cayera la noche para zarpar. La barca estaba a reventar. Era de todos sabido que las pateras viajan con sobre cupo, pues una barca llena representa ganancias extraordinarias para los traficantes. Nos pusimos los salvavidas y rogamos por que todo aconteciera con éxito. Así fue. Estábamos por fin en Europa. Me hicieron hablar con un montón de gente que para la revisión médica, que el psicólogo, que los niños, que la petición de asilo, que si teníamos familiares allí, hasta que por fin nos condujeron al campo de refugiados. Me sentía desfallecer. No podía pensar en nada, más que en mi esposo, mi hija, y todas las personas a quienes no les fue posible ver esto. Lloré.
En el campo de refugiados la vida era miserable y dura. Digamos que nuestras necesidades básicas -agua, comida y techo- estaban cubiertas, pero no podíamos salir, quién sabe por cuánto tiempo. Nos hicieron saber que había muchas familias dispuestas a adoptar niños refugiados, pues es verdad que los campamentos albergan a muchos niños solos que perdieron a su familia en el camino. Por un instante dudé. ¿No sería más cruel condenar a mis hijos a una vida miserable en la antesala de la muerte como ocurrió con mi esposo y la pequeña? Tenía que huir pero no podía arriesgarme, tal vez no llegaría muy lejos. De pronto pensé en ellos como una carga y me decidí que lo mejor era dejarlos. En cuanto pudiera volvería por ellos, sólo esperaba que me perdonasen. ¡Que me perdone mi esposo, que me perdone dios si es que existe! ¡Qué decisión tan monstruosa, lo siento tanto!
Cruzar la frontera mientras huía me costó la vida. Nadie puede decir que no lo intenté. Resistí hasta el último momento, pero la indiferencia del resto me dejó sola. Mujer, inmigrante en busca de asilo, sola, sin documentación, sin estatus legal, huyendo como delincuente de la policía. Por nada, ¡pim, pam, pum! Nos echaron en una fosa y asunto resuelto. Me habría gustado evitar a toda costa morir lejos de casa y morir así, huyendo. Por lo menos puedo decir que he visto el final de la guerra y me reuniré por fin con mi pequeña y mi esposo. Sé que mis hijos lo entenderán y saldrán adelante. Lo único que agradezco de este injusto final es esta inmensa paz que ahora me acompaña. Ya escribirán el último capítulo los que vienen detrás, que son muchos y con historias cargadas de dolor e intensidad como esta. Porque aunque cierren fronteras, endurezcan las políticas o las leyes sean más rígidas, este flujo no cesará, literalmente, es un cuento de nunca acabar.
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