Conmueve Miguel Ríos con recital-concierto en el Auditorio Nacional

Miguel Ríos en el Auditorio Nacional (Ciudad de México).

Por Hilda Ruiz Cervantes (colaboradora invitada)

Su rostro y cuerpo reflejan ya los más de 60 años de ser un hijo del rock and roll; aun así, con la voz, el sentimiento y el pelo intactos, Miguel Ríos ofreció la noche del 7 de octubre un concierto-recital a cientos de ansiosos asistentes, que pese a no abarrotar el recinto ubicado en la calle de Reforma, en la Ciudad de México, sí colmaron de calidez y ovaciones el lugar.

Icónicas canciones como “Bienvenidos”, “La Plaga”, “El río”, “El blues del autobús”, “Rocanroll bumerang”, “Sábado en la noche”,  “Todo a pulmón” y “Santa Lucía” levantaron a la gran mayoría de sus asientos, aunque algunos permanecieron sentados, conscientes de que era una noche para “rucanrolear”, como confesó alguno, cuya cabeza lucía totalmente plateada.

Black Betty Trío, grupo que acompañó al cantautor, impregnó de renovados ritmos y blues esta gira correspondiente al disco “Un largo tiempo”. El virtuoso violinista y compositor Manu Clavijo contribuyó con lo propio a la emotividad del concierto.

“Oración”, poema contra la guerra de Luis García Montero, resonó fuerte y a capella en el recinto, cuando Ríos aludió a los absurdos conflictos bélicos de antaño y ahora, en Ucrania.

Otro momento que afloró aún más las emociones fue cuando sonaron los acordes: “No estás sola, alguien te ama en la ciudad, no tengas miedo, que la alborada llegará…”, tema que el granadino dedicó a la joven iraní Masha Amini, asesinada hace unas semanas en su país por “no portar de manera correcta el velo que usa en la cabeza”, recordó.

“En la frontera” fue la melodía que trajo a colación la crítica de Ríos hacia los problemas migratorios, situación de la cual saben muchos los mexicanos, comentó.  

“Por San Juan”, “Los viejos rockeros nunca mueren”, “Memorias de carretera”, “Cruce de caminos”, “El blues de la tercera edad”, “A contra ley”, “Año 2000” fueron otras canciones de antaño y nuevas que interpretó el granadino y que emocionaron a tal grado al público y al mismo intérprete, que estuvo cerca de que se le escaparan las lágrimas, situación en la que no le gusta estar, confesó.

Tras dos horas de agradecimientos constantes y de melodías obligaron al cantautor, de 78 años, a tomarse un breve descanso y dar a los músicos acompañantes oportunidad de tocar sus creaciones.

Regresó al escenario por otros 30 minutos más para emocionar a los fans y  con “Que salgan los clowns” a manera de despedida del escenario, pero el público no desistió hasta que resonó en todo el recinto un tranquilo y conmovedor “Himno a la alegría”.

Miguel Ríos interpretando sus canciones junto con Black Betty Trío.

Hilda Ruiz Cervantes

Obrera de las teclas, he recorrido por cuatro lustros redacciones de prensa en diarios nacionales de México. Soy auténtica fan de la literatura y las artes.

Mea culpa

Que qué hacía aquí

Podría decir

Que era mi primera vez

Que era por mi familia

Que no sabía

Da lo mismo

Excusas son excusas

Nada más

Estoy

Estamos

En este barco

Que nos lleva al abismo

En este mismo mar

Donde la pobreza se juega la vida

Y la riqueza la tira por la borda

Comiendo de más

Bebiendo de más

Buscando sin límite el exceso

Regresar a la esclavitud

Con uniforme de crucero

Mientras seis tubos de escape colosales

Dejan un rastro humo que borra

Nuestro horizonte

Nuestro futuro

El capítulo que nunca escribí

«Somos responsables de nuestras acciones, pero también de nuestras omisiones»

Hoy estoy más tranquila que nunca. Han sido largos, muy largos estos meses de angustia, tanto que el agotamiento emocional era inevitable. En un centro de acogida nos habían dicho que escribir o hablar con alguien de nuestra historia nos aliviaría el alma. Ustedes comprenderán que por una u otra razón no haya podido hacerlo hasta ahora. Hace tres años cuando se acrecentaron los bombardeos entendí que no podíamos permanecer en nuestro país. Ya no teníamos nada más que pudiéramos perder. Hablo de mi, de mi esposo y mis hijos. El trabajo escaseaba, la comida escaseaba y en cualquier momento se llevarían a nuestros hombres para reclutarlos en combate. Y me preguntaba constantemente ¿de qué manera llegamos a ser culpables de esta guerra, si es que lo somos?

            De todas las renuncias involuntarias, dejar a mis padres fue la decisión más dura de mi vida. No sé si me perdonaré algún día por abandonarlos. Decían, en un intento por consolarme, que ya eran muy mayores para estas peripecias y si tenían que morir, debía ser en la tierra que les dio la vida. Fueron ellos quienes financiaron nuestra huida y un tío de mi esposo también. Habíamos previsto que con ese dinero podríamos llegar hasta Europa esquivando los cercos de seguridad. Luego tendríamos que buscarnos la vida para llegar con nuestros familiares que nos esperaban en Bélgica y si todo salía bien, después de un tiempo viajaríamos a casa de mi hermano a Canadá. Dicho así suena tan fácil, como subir a un avión con destino a cualquier parte, de no ser porque abandonar el país en plena guerra estaba penado, los visados se expedían a cuentagotas. 

            Malik, un amigo de la familia diseñó la ruta y nos explicó con detalle qué debíamos llevar para el viaje, cuáles eran los puntos fronterizos a evitar,  quiénes serían nuestros contactos en cada escala, qué debíamos decir si nos topábamos con alguna autoridad y en caso de necesitar ayuda a quién podíamos acudir. Todo estaba previsto en el plan. Su hijo había viajado siguiendo sus indicaciones hacía más de medio año, y ahora tenía trabajo y una mujer con la que se casaría muy pronto, según nos contó. Si seguíamos el plan metódicamente, tendríamos un futuro garantizado en Europa, nos decía, pero teníamos que memorizarlo al pie de la letra. El día que nos marchamos supe que no vería más a mis padres, pero no había vuelta atrás. La única forma de regresar era si la guerra terminaba, se restauraba la “democracia”, se reconstruía el país, se generaba empleo y si se eximía a todos los que nos negamos a colaborar en la guerra, de los cargos por deserción. Era una posibilidad en el mundo feliz de las ideas, casi imposible en este mundo real e incierto.

            Crecí convencida de que la solidaridad era un principio universal pues la religión nos enseña a vernos en el otro y a estar atentos a la necesidad de nuestros semejantes. Pero no estaba segura de que la gente del “mundo desarrollado” procurara ese principio de la misma manera. Sin embargo, aún sigo creyendo que hay gente buena en todas partes. De cualquier forma tendríamos que aprender a decidir cuándo confiar y cuándo desconfiar, porque el largo trayecto que iniciábamos prometía ser muy hostil y ante todo, teníamos que proteger a nuestros hijos.

            Todo ser humano abomina la guerra. Pero para los gobiernos del mundo desarrollado, huir de un país devastado por las bombas que ellos fabrican, masacrado por la artillería pesada y las armas que también llevan su sello, no es un argumento suficiente para dar asilo político a tanta gente, a pesar de que abogan delante de las instancias internacionales por la defensa de los derechos de los refugiados enarbolando la bandera de la paz. A eso yo no lo llamaría hipocresía, llanamente es un homicidio encubierto. Y ¿qué esperan entonces? ¿que invitemos a cenar a la muerte a nuestras casas?

            La vida es una lucha constante, eso es cierto. Este éxodo era otra modalidad de la guerra, una guerra de baja intensidad donde nos enfrentábamos contra las inclemencias del tiempo, el agreste terreno del desierto o la montaña, el mar embravecido, rutas improvisadas, pero el principal enemigo seguía siendo el factor humano. Es un secreto a voces que las mafias que trafican con gente están al asecho de la desgracia humana. Ésta no era la excepción por supuesto. Casi siempre la gente que va huyendo en busca de una vida mejor en el exilio, enfrenta la extorsión, el acoso, violaciones sexuales, robos, abusos, explotación en empleos precarios, la suspicacia de la gente local y en los extremos de ésta, la xenofobia. Lejos de las categorías políticas que ponen en la balanza a los refugiados o a los inmigrantes, una huida masiva precedida por la guerra sólo puede ser reconocida como una emergencia humanitaria. 

            Desde un inicio, en nuestra caravana se impuso la ley del más fuerte. Muchos de nuestros acompañantes no sobrevivieron a la travesía por el desierto. A duras penas nosotros y los niños resistimos. Pensamos que si supérabamos eso habríamos pasado lo peor. Las familias empezaban a desmembrarse, los rostros desencajados de las madres que iban perdiendo a sus hijos eran la viva expresión de la muerte. Ya no habría para ellas consuelo suficiente, ni siquiera cuando llegaran a su destino e intentaran rehacer sus vidas. Aún así me sorprendía la capacidad de las personas para reponerse al sufrimiento con total entereza.

            Casi dos meses después de nuestra partida arribamos al puerto desde donde cruzaríamos por mar hasta el viejo continente. Estuvimos hacinados en una especie de almacén, hasta nuevo aviso. Fue allí donde comenzó nuestra tragedia. Una bacteria atacó a varios de nuestra caravana, entre ellos mi esposo y la pequeña. Todos estábamos muy débiles y bajos de defensas,  particularmente mi esposo, pues renunció varias veces a su ración de alimento para repartirla a los niños. Los traficantes de personas a quienes habíamos pagado por adelantado para cruzar, alejaron a todos los enfermos para que no contagiaran al resto. Los abandonaron a su suerte, pues el pago no incluía seguro médico, dijeron. Yo los miraba con odio, pero me sentía impotente, en ese momento no supe qué hacer más que ofrecerme a cuidar de los enfermos para estar con mi familia. Algunos de los médicos que viajaban con nosotros hicieron lo posible por aminorar el malestar, pero aseguraron que no sobrevivirían si no se suministraban los medicamentos adecuados. Hubo alguno que pudo pagar a tiempo para ser atendido en un hospital, pero la mayoría fueron muriendo, uno tras otro. No era el momento de rendirse, aunque ese golpe me mutiló el alma. Y mis otros dos hijos me necesitaban fuerte y sana. ¿Sabes lo que es tener unas ganas inmensas de llorar y no conseguirlo?

            El día que nos hicimos a la mar era un día espléndido, despejado y soleado, tal vez un buen augurio, pensé. Llegué a emocionarme por un momento, aunque mi corazón estaba como encogido. Mis niños también tenían miedo, estaban cansados, y sufrían por su padre y su pequeña hermana, pero también por verme tan cabizbaja y callada, es sólo que una madre no debería enterrar a sus hijos nunca. Aguardamos a que cayera la noche para zarpar. La barca estaba a reventar. Era de todos sabido que las pateras viajan con sobre cupo, pues una barca llena representa ganancias extraordinarias para los traficantes. Nos pusimos los salvavidas y rogamos por que todo aconteciera con éxito. Así fue. Estábamos por fin en Europa. Me hicieron hablar con un montón de gente que para la revisión médica, que el psicólogo, que los niños, que la petición de asilo, que si teníamos familiares allí, hasta que por fin nos condujeron al campo de refugiados. Me sentía desfallecer. No podía pensar en nada, más que en mi esposo, mi hija, y todas las personas a quienes no les fue posible ver esto. Lloré.

            En el campo de refugiados la vida era miserable y dura. Digamos que nuestras necesidades básicas -agua, comida y techo- estaban cubiertas, pero no podíamos salir, quién sabe por cuánto tiempo. Nos hicieron saber que había muchas familias dispuestas a adoptar niños refugiados, pues es verdad que los campamentos albergan a muchos niños solos que perdieron a su familia en el camino. Por un instante dudé. ¿No sería más cruel condenar a mis hijos a una vida miserable en la antesala de la muerte como ocurrió con mi esposo y la pequeña? Tenía que huir pero no podía arriesgarme, tal vez no llegaría muy lejos. De pronto pensé en ellos como una carga y me decidí que lo mejor era dejarlos. En cuanto pudiera volvería por ellos, sólo esperaba que me perdonasen. ¡Que me perdone mi esposo, que me perdone dios si es que existe! ¡Qué decisión tan monstruosa, lo siento tanto!

            Cruzar la frontera mientras huía me costó la vida. Nadie puede decir que no lo intenté. Resistí hasta el último momento, pero la indiferencia del resto me dejó sola. Mujer, inmigrante en busca de asilo, sola, sin documentación, sin estatus legal, huyendo como delincuente de la policía. Por nada, ¡pim, pam, pum! Nos echaron en una fosa y asunto resuelto. Me habría gustado evitar a toda costa morir lejos de casa y morir así, huyendo. Por lo menos puedo decir que he visto el final de la guerra y me reuniré por fin con mi pequeña y mi esposo. Sé que mis hijos lo entenderán y saldrán adelante. Lo único que agradezco de este injusto final es esta inmensa paz que ahora me acompaña. Ya escribirán el último capítulo los que vienen detrás, que son muchos y con historias cargadas de dolor e intensidad como esta. Porque aunque cierren fronteras, endurezcan las políticas o las leyes sean más rígidas, este flujo no cesará, literalmente, es un cuento de nunca acabar.

Alma llanera

Marcelo salió de su casa antes de que salieran los primeros rayos del sol. Dio una última mirada al rocío que aún estaba sobre las hojas de las plantas y hierbas que su madre con tanto amor cultivaba. Respiró despacio y profundo, para llevarse impregnado en su olfato el olor a patria, a condimento, a sabor de la comida de su casa. Caminaba, mirando sus pasos adelantarse sobre el asfalto mojado de Acarigua, cantando bajito Alma llanera. Sabía que era igual que la suya: primorosa y cristalina. Recordaba la infancia, cuando corría por los llanos de su tierra, jugando con sus hermanos y amigos, cuando Venezuela todavía era libre. Iba calculando la distancia que le faltaba por recorrer para llegar a donde tomaría el autobús hacia sus sueños. En su mochila llevaba lo necesario, no quería llevar peso de más sobre sus hombros, ya el de la separación se le hacía demasiado. Atrás dejaba a su madre, a su hijo y a Julieta.

Su padre le había enseñado que al hombre de la casa le tocaba sacrificarse y él era ese, el hombre de la casa. Hacía frío, pero no estaba seguro si era la madrugada o el que sentía en su espíritu, que hasta hacía poco había sido soberano. Se cerró la chamarra hasta el último botón con los dedos temblorosos. Palpó en el bolsillo de su pantalón el boleto del autobús hacia un país vecino. A pesar de la nostalgia, que ya lo golpeaba, llevaba el alma forrada de miedo, pero llenita de ilusión. Encontraría trabajo, podría alquilar una casita y mandar a buscar a los suyos. Todo estará bien —se decía— con la ayuda de Dios. Apuró el paso para llegar a tiempo a la estación. Hizo una larga fila para tomar su asiento. Ya acomodado, se sacó una selfi que atestiguaba la preocupación en los ojos y presentaba una media sonrisa, con la que trataba de convencer a su familia —como el que va a la guerra — de que no había nada que temer.

En el país hermano no estuvo mucho tiempo. A pesar de los buenos propósitos de las personas con las que se encontró, el trabajo duró poco. Aunque le habría gustado quedarse allí, se hacía insostenible por la falta de faena. Regresó a la capital, pero la competencia por sobrevivir era demasiada. Muchos venezolanos habían abandonado su tierra por causa del hambre, la necesidad y el rechazo al dictador, pero siempre sobrevive el más fuerte. Y no es que Marcelo fuera débil, era que estaba hecho de otra madera. Era un poeta, acostumbrado a la palabra dócil, con el corazón empeñado en versos de amor a su Julieta. Sus manos suaves estaban hechas para acariciar el lápiz sobre las hojas de papel y sus ojos, para amar el ritmo de la belleza y las letras.

Pensó en unirse a su hermano que se abría paso en otra tierra y creyó que estando cerca de él —al menos— calmaría la añoranza de estar con su familia. Solo tenía que reunir lo suficiente para pagar el bus. Pero allí le fue peor. El extranjero nunca es bien acogido en otras tierras, como si no fuera mandamiento ayudar al forastero. El espíritu se le exprimía con cada reproche racial. ¿Acaso la necesidad y el hambre tenían fronteras? Sus manos de artista se resquebrajaron en el duro trabajo de un taller. Su alma llanera y libre se secó bajo un yugo tan cruel, como el de la misma tiranía de la que huía.

Desde lejos le llegaban las noticias de la lucha de los que quedaron, y le dolían los huesos, padecía haberse ido. Ya no quería vagar errante por los rincones de una América Latina deshonrada con las muertes de mil Abeles, en manos de sus hermanos. «No es lo mismo estar en casa, aunque se pase hambre», pensaba cuando iba despertando de su sueño de una vida mejor para él y su familia lejos de la cuna. Anhelando el calor de Acarigua, de sus gentes, sus aromas y sus sabores, inició el camino de vuelta, dispuesto a enfrentar lo que fuera. Como el cóndor ante el ritual de la muerte, abrió sus alas y voló hasta el pico más alto con la cara al viento, recordando cada instante de su feliz existencia en la patria. Replegó sus alas, recogió sus piernas y se dejó caer a pique al fondo de la quebrada, mas esta no era su muerte, sino el renacimiento a una nueva vida, en el amor de su nido.

Marcelo ahora era parte del planeta, del cosmos, de los silencios. Esos largos silencios con los que se conectaba con su otro yo, el cóndor inteligente y sabio que vuela alto hasta tocar los astros, en los atardeceres dorados de Venezuela.

andean-condor-43304_960_720Imagen: Pxphere.com (CC0).

Buscando posada (Villancico)

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Y van pidiendo posada
y la puerta está cerrada.

Jesús, María y José
ya van en la caravana,
se fueron muy de mañana
cruzando el amanecer.
Y no tienen qué comer
en tan fría madrugada
que la puerta está cerrada.

La valla es una pared
hecha de alambre, con hierros;
y están ladrando los perros
y el Niño muere de sed.
¿Alguien le puede acoger
tras esta puerta cerrada
o en el mundo no hay posadas?

Y se acumula la gente
Y no se puede pasar.
De nada sirve gritar
mirando al muro de frente.
Y aunque seas diferente…
si al otro lado hay posada
¿Por qué la puerta cerrada?

Esperamos y esperamos
que nos den paso y comida;
que nuestro Niño es la vida
y porque todo lo damos
la libertad que buscamos
no es el fin de una encerrada:
sólo buscamos posada.

Practicamos buenas obras
nos une el bien para todos;
si eres rico, pues ni modo…
reparte lo que me robas
o dame lo que te sobra
tras de esa puerta cerrada
donde buscamos posada.

Y no queremos la guerra
somos migrantes humanos;
tan sólo tenemos manos
para trabajar la tierra,
la necesidad destierra…
Vamos pidiendo posada
y la puerta está cerrada.

Llegamos a la frontera
y nos recibe esta valla
donde el alma se desmaya
y no la salta cualquiera.
Si en Tijuana se durmiera
el Niño… José saltara
hasta encontrarnos posada.

©Julie Sopetrán
2018

La frontera es un avispero

Llegan en caravana buscando un sueño,

la frontera es un avispero,

todos y nadie tienen razón.

El que huye encuentra que no existe el paraíso,

el soldado actúa contra su voluntad,

los rancheros ya dispuestos a la caza,

Inmigración los espera y muerde.

Niños en pañales atacados con gases,

¡Oh, Alemania Nazi,

cuánto aprendimos de ti!

Un alcalde pide auxilio a los federales,

a los Estados Unidos,

a las Naciones Unidas,

pero todos están sordos y ciegos,

a nadie le importan.

Los desesperados amenazan

hacer huelga de hambre,

con el pellejo pegado a los huesos.

Nadie tiene capacidad de conmoverse,

para todos son una peste.

Dejan a su paso basura,

sangre, desolación, enfermedad

y muerte.

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Imagen: Migrant, mother, woman, children (CC0).

Camino de la frontera

orilla lejana

Fotografía por Fredmosc, en Pixabay (CC0).

En cuanto anocheció emprendió el camino. Tenía que cruzar antes del amanecer. Notaba la cabeza algo despejada, pero la malaria lo martirizaba como nunca, el cuerpo le dolía, los huesos le dolían. Una luna pequeña, en creciente, se acercaba al horizonte con su claridad amortiguada. En lo alto de la cúpula del cielo, una miríada de estrellas lo contemplaba.

Intentó caminar con paso regular, sin apretar la marcha, calculando que le aguantaran las fuerzas, pero al ratito ya sentía un cansancio inmenso y la vida se le iba con cada paso. Voy a dar uno más y ya veré, decía el hombre, y lo daba, y ahora otro, decía, y luego otro, y así contó trescientos, mil, dos mil pasos, más o menos un quilómetro. Jadeaba, se mareaba y no podía, pero voy a caminar otro quilómetro, decía, y volvía a empezar la cuenta. Había dejado el camino y avanzaba por veredas entre los cerros, por trochas de animales, alejadas de los caminos y carreteras.

La luna hacía tiempo que se había escondido, sólo oscuridad en la tierra y estrellas en el cielo. El hombre tropezó varias veces, con sus respectivos revolcones y golpes en las piedras. En los repechos más duros, se arrodillaba y gateaba y se daba ánimos a sí mismo, ánimo, hombre, que ya queda menos. ¿Menos para qué? Menos para todo. A veces se detenía para escudriñar las sombras, para escuchar la noche, por los si la policía, por si alguna patrulla. Aquellos altos lo aliviaban, le daban tregua, pero después le costaba más reemprender la marcha, que parecía que las articulaciones se le hubieran soldado, y la voluntad huido. Y otro paso, y otro y van quinientos, quinientos uno, dos, tres, y otro quilómetro, y este ya es el último y me dejo caer, pensaba, ya, ya, y que sea lo que Dios quiera, que me hallen los policías, que coman los buitres, de todas formas nada le importaba sin ella, la vida, la salvación, el mañana, se la llevó el otro, el de antes, el de siempre, será verdad que la quiere, piensa, todo lo piensa, porque la palabra es un lujo que no se puede permitir, y otra vez la fiebre lo asalta, lo fatiga, la tiritera, los escalofríos, otro paso, otro cerro, otra bajada, y las estrellas lo miraban, blancas como cartas, como notas blancas, infinidad de estrellas, las mismas que estarán viendo otros pobres diablos como yo, piensa, no puedo, no puedo más, grita dentro de su cabeza, le estallan los pulmones, el corazón, el cuerpo todo, cada fibra muscular se rompe, rota como una cuerda vieja de un violín, pero sigue y sigue hasta que siente el río, el río que es la frontera.

Una claridad muy tenue apunta por oriente y a su luz ilumina la otra orilla, lejana como el infierno.