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Si de verdad van a abrir los cuarteles militares para ver si los estudiantes desaparecidos están allí, yo quiero entrar. Eso soñé. Eso realmente soñé. Acabo de despertar y lo escribo.
Fui al cuartel, me dejaron entrar con mi gafete de reportera. Entré a una sala donde había varios reporteros, quienes rápidamente pudieron notar mi poca experiencia. Yo era más joven. Vestía de negro. Un señor me pasó la mano por la cabeza como se acaricia a una niña pequeña que tiene miedo. «Lo que estamos a punto de ver….», pensó, mientras me hacia un gesto significativo con la cabeza.
Sí estaba asustada. Nunca había ido a una morgue. Los demás reporteros avezados en ello procedieron a ponerse largas batas verdes y a cubrirse el rostro con cubrebocas. Yo solo tome una libreta y un bolígrafo, y saqué mi celular para tomar fotos.
Eché a andar detrás de ellos.
Pero a donde llegué no era una morgue, sino una especie de museo. Había varias salas amplias con exhibiciones de objetos. Y yo me preguntaba: ¿dónde encontraremos a los muchachos? ¿Acaso encontraremos un fragmento de hueso en ese abrecartas color marfil? ¿Acaso en aquella urna de oro antiguo? ¿Será que guardan allí sus cenizas?
Luego, pasé a una sala distinta a las otras. Era la reproducción de la habitación de una casa. Era el tocador de una de las madres de los desaparecidos. Y los reporteros nos acercábamos a verlo. Me detuve frente al espejo donde esa madre miró tantas veces a su hijo en el reflejo, y ante el cual le arregló el cabello revuelto antes de verlo salir. Salir sin volver. Sin volver esa vez.
Vi mis propios ojos con el maquillaje corrido por el llanto. El resto de los reporteros tenían una expresión de dolor y desconcierto similar a la mía. Llegamos a la última sala.
Era un corredor largo. Sobre el piso se apilaban una gran cantidad de prendas pertenecientes a los desaparecidos: playeras blancas, pantalones… sus calcetines. Yo hurgaba entre la ropa pensando en los chicos, en su olor impregnado en las prendas, en que ya no volverían a usarlas, en qué vestirían ahora, en dónde están ahora, y en los recuerdos asociados a ellas, en los recuerdos que dejaron de crearse el día en que desaparecieron.
Y desperté pensando en que, si uno de los desaparecidos fuera mi esposo, si fuera mi hijo, si fuera mi hermano o mi compañero, no me cansaría de buscarlo, hasta debajo de la tierra. Nunca me cansaría, nunca lo «superaría».
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